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La vida prorrogada

Erich Fromm reformula la ya tradicional oposición entre tener y ser, y plantea de forma muy oportuna el déficit de sensación de ser que provoca la obsesión por el tener. El mito del Progreso como acaparamiento, de origen burgués, ha calado en el conjunto de la sociedad, convirtiéndose, como señala Fromm, en “la esperanza y la fe de la gente desde el inicio de la época industrial.”
La moral mercantilista tiende a reducirnos al valor de intercambio: tanto tienes, tanto vales. En nuestra sociedad de clases, la escasez de posesiones se identifica con una inferioridad cualitativa, como si el poseer dependiera exclusivamente de la laboriosidad o la capacidad de la persona, y la riqueza no hubiese generado sus propios mecanismos para perpetuarse y dificultar el acceso a ella a los que parten con desventaja. 
Junto a esa moral de crudo capitalismo ha evolucionado otra, de tradición humanista, que, sin cuestionar abiertamente sus dicterios, se esfuerza por enfatizar la prioridad del ser sobre el tener, de la virtud sobre la mera posesión. Su inspiración es judeocristiana, recordemos la sentencia del camello por el ojo de una aguja (enigmática donde las haya, si no es fruto de una mala interpretación). Pero tengamos presente que, en los hechos, el cristianismo no cuestiona las clases sociales, se limita a hacer una llamada a la solidaridad. El amor al prójimo se expresa a través de la ayuda y la limosna, es una actitud privada que se desentiende de lo público (“Dejad al César lo que es del César”) y por tanto no pretende cambiar la sociedad, sino solo atenuar sus injusticias. En esta privatización de la ayuda se basa todo el movimiento de cooperación internacional, las maratones de donativos, las donaciones de alimentos, las entidades de caridad eclesiástica y hasta las ONG. 

Desde que se desistió del proyecto marxista, ya nada cuestiona el armazón del capitalismo triunfante. Los partidos que se autodenominan de izquierda no pretenden cambiar el sistema, sino —cuando son honestos— mordisquearle las migajas que se le acerquen a los bordes. Los poderes públicos y las leyes están para engrasar el buen funcionamiento de esa maquinaria monstruosa en que se ha convertido la propiedad privada (cada vez más minoritaria y monopolista), procurando, como mucho, que no arrase a las crecientes masas que se deja tiradas en la cuneta. Al fin y al cabo, buena parte de estas son las que sostienen, con su trabajo precario y su consumo, el florecimiento de aquella. 
Y en eso estamos. Las crisis cíclicas y la evidencia del deterioro ambiental han revelado de modo patente que el propio capitalismo es frágil y limitado. Se trata, pues, de persistir, cada cual como pueda. La utopía perece en el barrizal del individualismo. El ser se diluye en un tener cada vez más inseguro, más precario, y por ello más dramáticamente ansioso. Quizá por eso adquiere tintes casi mágicos: “Piense y hágase rico”. “Formule sus deseos y el universo conspirará para satisfacerlos”. Pero ni el conocimiento, ni el trabajo, ni la lucha son garantías de nada. Ya no hay proyecto, ya no hay futuro, solo un presente que se sostiene con pinzas y que no sabe por dónde puede desmoronarse el día menos pensado. Cada uno aguanta resignadamente la respiración y pide a la Virgencita que le deje como está. Vivimos en una prórroga, apoyándonos en neurolépticos y en fórmulas de autoayuda, procurando distraernos ante la pantalla de las preguntas que nos atormentan en las noches de insomnio: ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde? 

Tal vez hasta que el tener nos falte y, desposeídos como nuestros abuelos, nos veamos obligados a reinventar el ser. 

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