Morimos para que vivan otros: el mundo no podría permitirse amontonarnos sin que alguien se marchara para hacer sitio. Esa biología elemental debería también reconciliarnos un poco con la perspectiva de la muerte, sobre todo cuando el sitio que dejamos será ocupado por seres que amamos, que hemos traído al mundo y pasean por él nuestros genes, y los legarán al futuro, impregnándolo de algo nuestro.
Morir es, pues, un don que entregamos a los que nos suceden. Habrá quien, más que un regalo, vea en esa entrega un precio, ya que nos viene impuesta y nadie nos preguntó si la aceptábamos. Sin embargo, también es obligado respirar y comer, y bien que lo disfrutamos: es nuestra naturaleza, así estamos hechos, y para la mayoría de las cosas ni siquiera nos lo planteamos. Solo lo hacemos para renegar del esfuerzo o del dolor. Pero, ya que disfrutamos de una parte de lo que somos, ¿no deberíamos admitir todas las reglas del juego? ¿Acaso lo obligado, por ingrato que nos resulte, no puede ejecutarse desde la generosidad, incluso desde una cierta alegría? Morir es dar, y ese dar se perfila como la contrapartida de tanto como recibimos. La naturaleza, que en tantas otras cosas se nos presenta cruel, aquí al menos parece justa.
¿Qué es lo que más nos cuesta de la muerte, dejando aparte el temor que nos inspira su tránsito? Es la perspectiva de una ausencia definitiva, equivalente a no haber existido nunca. En el fondo, lo que nos parece que se juega en la muerte es la aniquilación de nuestro querido ego, de esa imagen que nos hemos hecho de nosotros mismos. Mientras vivimos, todo lo nuestro nos parece gravísimo y trascendental, y a ello dedicamos nuestros trabajos y nuestros días. ¿Cómo no va a apenarnos la expectativa de que todo se pierda en un momento y para siempre, como si jamás hubiese sucedido? Nuestro Jorge Manrique lo expresó con maestría: “Los jaeces y caballos / de su gente y atavíos / tan sobrados / ¿dónde iremos a buscallos, / qué fueron sino rocíos / de los prados?”
Ay, el ego, el ego… Los budistas denunciaron ya hace dos mil años que no es más que una ilusión, un constructo mental que no deberíamos tomar a pecho. Tal vez nunca haya existido algo real que corresponda a ese concepto. Tal vez solo haya un caudal ingente de vida, en el que cada gota empuja a las otras, abriéndose paso ciegamente, antes de evaporarse. Nos consideramos individuos, y solo somos partes insignificantes de un todo inabarcable, del cual emanamos, que nos arrastra y al final nos diluye mientras, impasible, continúa hacia delante. Podríamos, entonces, intentar alegrarnos de que siga su ruta más allá de nosotros. Se acabará la vida, se acabará el mundo, se acabarán los astros y el universo entero, y a partir de ahí vete a saber, por suerte no estaremos para verlo.
Esa generosidad, mezclada con algo de escepticismo y de resignación, nos ayudaría a encarar nuestra insignificante desaparición como el mutis de un teatro cósmico. Con Freddie Mercury, podríamos proclamar: “¡Que siga el espectáculo!” ¿En qué nos ayuda obcecarnos? ¿Alguien imagina qué podría ser la eternidad sin que lo abrume una angustia más grande que la de esfumarse? Cierto que todos nos sentimos un poco como Unamuno: “No quiero morirme, no… quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser…” Nada nos curará del todo esa zozobra de fondo, pero pensar que se quedarán los que amamos quizá nos consuele un poco. Al fin, como el propio Unamuno concluye, “es de la desesperación y solo de ella de donde nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza loca.”
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