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Amor por las palabras

Dicen los pragmáticos que los idiomas son solo instrumentos para comunicarse, y que, mientras cumplan esa función, lo mismo da uno que otro. Dicen los pragmáticos que las palabras no son más que envoltorios de ideas, recipientes que se intercambian en el comercio del mensaje. Que eso es lo que importa, luego es igual hacerlo con unas que con otras.
Yo creo que se equivocan. No por aquella doctrina romántica, tan tendenciosa, tan amenazante, que pretendía ponerle espíritu a las culturas, y aseguraba que cada lengua lleva impregnada una visión única del mundo. No por esa idolatría de los nacionalistas, que usan el verbo como enseña diferencial y arma arrojadiza para imponer su privilegio. Eso son exclusivismos injustificados, que sirven para clasificar, para segregar, para forzar… 
No: yo creo que se equivocan, simplemente, porque ningún producto humano puede ser limitado a su función. Cada invento, cada artilugio, cada ocupación, van más allá de sí mismos y remiten a un universo de significados compartidos, de historias heredadas, de afectos imbricados; de gentes y amores y nostalgias. Y en eso (seguramente solo en eso) sí tienen razón los nacionalistas. 

A mí no me da lo mismo un idioma que otro. Tengo el mío, el que me regalaron mis padres y mi infancia, para edificar sobre él los demás pasos de la vida; el que saboreo al hablar, el que me enhebra el pensamiento y me vierte en el mundo. Digo mío a sabiendas que es en realidad de todos: hablamos, como dice Humberto Maturana, para estar juntos, y el idioma es una majestuosa armazón de complicidades. 
El idioma forma parte de mí, y quizá diga mucho de quiénes me quedan cerca, aunque no quiero que lo haga alzando muros. No dejaré que su amor someta a nadie, yo incluido. Las palabras tienen que servir de puentes y de inspiración, no de pretexto para el rechazo ni de barrera para los encuentros. Lo mismo quisiera (y no quisiera) para mis tradiciones, mis costumbres, mis señas de identidad. Ojo con la identidad: es fácil que en ella se estrelle todo aquello con aspecto ajeno.
 
Lo primero es la gente: su derecho, su alegría, su consuelo. Un invento humano que no sirve para eso, no sirve para nada. Pero es cierto que la ciudad nunca me quedará tan cerca como el hogar. La lengua propia tiene mucho de hogar: por eso me recostaré en su canción, sus ecos de mi historia, sus timbres de emociones. Los idiomas son para cantar, para “morirse de amor por las palabras”, como susurraba Alfonsina, vestida de mar. Los idiomas son para jugar, que es lo que más nos gusta hacer cuando estamos juntos. Los idiomas son para soñar, como decía Fernando del Paso mientras se confesaba agradecido hacia quienes le legaron el suyo. 
Y da la casualidad de que el suyo es el mío. ¿Tal vez, Fernando, soñamos juntos? O más bien soñábamos, porque ya nos dejaste, para sumirte en un sueño sin sueños ni soñador, un sueño de silencio. Con la noticia de tu muerte escuché, por la radio, tu elogio a nuestra lengua, el español, que por esas cosas de la historia que configuran a las lenguas y a las comunidades, es hablada por 400 millones de personas… ¡Qué sueño más grande hará falta, para que quepamos todos! 

Cada cosa que creamos da cuenta de nosotros, nos proyecta sobre el mundo, o más bien lo instaura. Es ese entorno que da testimonio de nosotros, que somos nosotros —nos recuerda Maturana—, porque somos uno con él y no podemos ser sino en él. Cada cosa que se nos regala, y que hacemos nuestra, se pone de inmediato a escribir nuestra historia. He aquí la mía.

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