¿Por qué nos complace ayudar a los demás? ¿Por qué nos deja con esa sensación de satisfacción, de significado, de valía? Mirado objetivamente, sin juicios previos ni sentimentalismos, resulta intrigante: el altruismo es un trabajo añadido que no revierte directamente en nuestro interés, que a veces en realidad nos perjudica.
Y, sin embargo, todos lo hacemos en algún momento, aunque no con todos, ni en todo, y quizá sea en esas excepciones y esos límites donde hallemos las pistas para descifrar los motivos del gusto de ayudar.
Decir que disfrutamos ayudando a los demás porque los queremos, o porque hemos elegido ser solidarios, es quedarse a medias. El amor y los principios nunca son una razón última, puesto que ellos también tienen sus causas: no amamos a todo el mundo, y nuestra solidaridad suele plantear como condición la expectativa de que sea mutua, o que al menos no cueste más de lo que da. No ayudamos porque amemos, sino que amar y ayudar van juntos, y se refuerzan mutuamente. Además, dejamos de ayudar a quien no nos ayuda cuando hace falta, como dejamos de amar a quien no nos ama.
En última instancia, ayuda y amor proceden de la predisposición humana para la empatía y la colaboración, una cualidad que sin duda jugó un papel clave en la supervivencia de nuestros antepasados. A una especie tribal como la nuestra, que vive en hordas y que fuera de ellas cuenta con poca capacidad de subsistencia, le conviene la predisposición a cooperar, incluso sin una recompensa inmediata. De ese modo sale reforzado el grupo, pero ante todo se crea una red de apoyo mutuo con el cual contar en caso de necesidad, red que, a modo de garantía, aumenta nuestra sensación de seguridad frente a la incertidumbre del futuro.
En cambio, encararla desde los principios resulta más complejo, y no parece que se pueda reducir a una explicación biológica. La ética tal vez tenga una base simple —lo bueno es lo que nos favorece, lo malo es lo que nos perjudica: este es el esquemático punto de partida que le atribuye, por ejemplo, Spinoza—, pero su desarrollo es enmarañado y se eleva hacia la abstracción de los ideales de justicia y felicidad.
A la mayoría no nos basta lo bueno, aspiramos a lo mejor, y esa aspiración la hacemos extensiva al conjunto de la humanidad o, si no se quiere ir tan lejos, al menos a la comunidad inmediata: a los nuestros. No hablamos de individuos específicos: existen, obviamente, la rivalidad y la antipatía. Pero incluso con nuestros enemigos somos capaces de distinguir entre lo que es justo y lo que no lo es, y de atenernos a ello si parece oportuno. Tal vez no lleguemos a apreciarlos, tal vez no les deseemos una gran felicidad, pero en general tampoco querremos para ellos la miseria o la muerte. Y, lo que es más significativo: en el caso de que se encuentren en esas situaciones, la aversión pocas veces nos impedirá ayudarlos.
En su versión ideal, el amor a los seres humanos, el ágape griego, es la forma más avanzada de amor para muchos códigos morales, entre ellos los de religiones como el cristianismo y el budismo. Este último hace de la compasión, entendida como amor incondicional, uno de los ejes de la felicidad propia. “Todos hemos nacido del mismo modo y todos moriremos —dice el Dalai Lama—. Todos deseamos alcanzar la felicidad y no sufrir. Al mirar a los demás desde esa perspectiva, en lugar de percibir diferencias secundarias..., experimento la sensación de hallarme ante alguien que es exactamente igual que yo”. Con esa actitud llegamos a lo más alto de lo humano: nos gusta ayudar porque nos hace sentir menos solos.
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