Leo en una publicación la reseña con que se presenta un conocido antes de su artículo, y tropiezo con un epíteto que me despierta emociones encontradas: “Activista político”. Quedo atrapado entre esas dos palabras, incapaz de seguir con la lectura hasta descifrarlas.
Como las campanas de John Doe, noto cómo doblan por mí, me implican directamente. ¡Cuántas veces he pretendido merecer que me dedicaran calificativos parecidos! Casi tantas como he soñado con que me publicaran algún escrito. Debo admitir mi envidia, pues, por partida doble.
Por suerte, el alboroto perturbador de la envidia no acalla el paciente susurro de la lucidez. Me detengo un momento, me doy tiempo para pensar, procuro contemplarme en aguas sensatas; me miro a los ojos temiendo no hallar más que crispación, pero descubro otra cara de la verdad. Quise que me admiraran por mi compromiso, mi liderazgo, mi iniciativa…, pero, ¿hasta dónde lo quería?
¿Activista político? Nunca lo fui. Me faltó vocación y sobre todo madera: siempre que lo intenté me cansé pronto. Demasiado individualista, demasiado titubeante y minucioso; ya se ha dicho a menudo: el que piensa demasiado actúa poco (y a veces pensar es una coartada para no actuar).
¿Activista? Seguramente no me alcance la capacidad de compromiso, que tan pronto encuentra razones para el escepticismo. Tampoco la paciencia con el teatro del mundo, sus manejos, sus petulancias y sus imposturas. Discutir me agita y me cansa: en seguida me pregunto si realmente vale la pena tanto esfuerzo por convencer al que no escucha, por compartir con quien se dirige con displicencia. ¿Seré, en definitiva, demasiado perezoso? Solo sé que echo de menos la quietud, el recogimiento, ese retiro que alababa Fray Luis de León:
Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insaciable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.
No quiero decir que no me importen las cosas del mundo: sé que en ellas nos jugamos la calidad de la vida, incluida la de nuestra soledad. Por eso me he acercado más de una vez a asociaciones y partidos, con el ánimo dispuesto a la lucha. Pero me importunan, o me fatigan, los pulsos de poder, las facciones, los intereses, las perpetuas reticencias. Quizá sea, también, que no me siento capaz de medirme, que no estoy a la altura. Lo único que sé es que en seguida me siento incómodo.
Soy reticente a los órdagos, a menudo abrumadores y casi siempre aburridos. No, nunca fui activista político. Ni lo seré. Hay límites que debemos aceptar, y reconciliarnos con ellos. Se puede admirar en otros lo que uno sabe que no le corresponde, aunque sea con una mezcla de nostalgia por los sueños perdidos y, por qué no, alegría por ver más clara la verdad de nuestro sitio. Se puede envidiar un poco antes de regalarles a los otros los sueños que, en el fondo, nunca fueron, ni son, ni serán nuestros.
Así que le dejo de buen grado (más o menos) el epíteto a mi amigo, que además me consta que se lo merece, aunque creo que no debería ser él quien lo dijera, por aquello de la virtud de la modestia (pero también es virtud hacerse valer, y otra que tampoco se me dio nunca muy bien). En cuanto a lo de publicar… Esa esperanza aún no la regalo del todo. Alguna tengo que quedarme para mí.
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