El ser humano es un sofisticado andamio levantado sobre unos cimientos primitivos y simples. Nuestro cerebro consiste en una intrincada efervescencia de neuronas racionales dirigidas por unos mecanismos emocionales que se remontan a los reptiles. Nuestra sociedad, por su parte, constituye un vasto laberinto de sutilezas y semánticas que se ramifican desde un tronco básicamente tribal, y cuyas raíces continúan ancladas a la misma tierra de los instintos universales por la que procuraban perdurar nuestros ancestros.
Se ha señalado, como propiamente humano, caracteres como el pensamiento (que incluye el lenguaje), la ética, la cultura o las instituciones. En efecto, parece que todo eso nos distingue de los otros animales. Pero no por ello constituye lo más genuino de nuestra naturaleza, que sigue gravitando en una médula instintiva y emocional. Al fin y al cabo, somos tan resultantes de la evolución como las arañas o las tortugas…
Salvo en un detalle, que puede parecer nimio pero lo cambia todo. Uno solo, que para mí no es ni el razonamiento (un procesamiento avanzado de la información) ni siquiera rasgos admirables como el altruismo (tendencia a beneficiar a los demás a costa propia, en la que, no obstante, se aprecian ganancias para el individuo) o la sensibilidad poética (sofisticada alquimia de las emociones). No, sin ánimo de resultar cínico o fatalista, lo único que me parece que nos convierte en especiales es la capacidad de elegir: la libertad. Elegir “qué hacemos con lo que hicieron de nosotros”, parafraseando a Sartre, que tuvo la lucidez de dar en el clavo al retratar la clave de la aventura humana.
Hay que elegir. “El hombre está condenado a ser libre —detalla Sartre—. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace”. En esa “condena” radica nuestro drama, porque nos relega a una permanente incertidumbre y a la vez nos pide cuentas de una ineludible responsabilidad. Pero también nuestra gracia, pues resulta gratificante edificarse a uno mismo, convertirse en la propia obra; y lo es aún más esforzarse para que sea una obra bella, es decir, por elegir bien…
Cada vez que una persona se empeña en un proyecto, poniendo en él su esfuerzo y sacrificando la satisfacción inmediata en función de un logro futuro, y por tanto incierto; cada vez que reinventamos algo tan ambiguo y sublime como la dignidad, sometiéndole el placer directo o la mera supervivencia; cada vez que optamos por lo bueno, en lugar de sucumbir a lo fácil, estamos asumiendo el arduo camino de nuestra condición, estamos saliéndonos del programa evolutivo para incorporar un destino propio y, así, constituirnos como esa cosa extraña y excepcional que es el ser humano.
¿Y de dónde procede la libertad? De una sensación, que es la conciencia de uno mismo, la capacidad de vernos desde fuera y juzgarnos como si fuésemos otro; y de un concepto: ese constructo con el que nos identificamos y que llamamos ego. Ambos han sido denunciados, con razón, como causa del sufrimiento: la conciencia es el pecado original, el ego es una fantasía que nos deja solos y nos pone a su servicio. Sin embargo, la conciencia quiere evaluar, y el ego quiere realizarse, y de ese modo fundan la libertad y a la vez emanan de ella.
En la conciencia, en el ego, en definitiva en la libertad, tienen su origen las complicaciones de nuestra existencia, sin duda arbitrarias y fútiles, pero fundadoras de todo el sentido, lleno de ruido y furia, de la condición humana.
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