“El placer es principio y fin del vivir feliz”, afirma Epicuro, y desde luego toda la dulzura de la vida nos llega en forma de placer. ¿Por qué, entonces, les suscita tantos recelos a todos los dogmas?
“Por lo general, ‘hacer el bien’ a la gente consiste en privarle de algún placer”, avisa B. Russell con agudeza. A la mayoría de los moralistas, el placer les resulta sospechoso. Dicen que es porque puede alejarnos de Dios, o incluso de nosotros mismos, cuando nos sume en el apego y nos hace dependientes. Pero la dependencia es la excepción: ¿qué pasa con el que sencillamente disfruta y luego va a otra cosa?
Creo que, ante todo, lo que les inquieta es ese cierto margen de descontrol que conlleva el placer, el hecho de que, por unos instantes, el individuo deje de controlar (y por tanto de ser controlado). Porque es cierto que en el placer la voluntad queda relegada a un segundo plano, se retira discretamente y le deja mandar a él, moverse a sus anchas aunque sea solo de un modo provisional. Ahí, de hecho, está su gracia. Y por tanto su (hipotético) peligro.
En el caso dramático de las drogas, dicen que el placer que procuran es tan intenso que, cuando falta, se vive como una vacío insoportable, incluso doloroso. Pero no hace falta llegar a esos extremos para intuir las sombras del placer. Vivir es difícil, a veces usamos las muletas de los gozos para rehuir la realidad. Si un placer se traduce en afán compulsivo, si lo ocupa todo y nos impulsa a perseguirlo con ansiedad, se convierte en prisión, y seguramente lo padeceremos más que disfrutarlo, o nos impedirá acceder a otras cosas que nos harían la vida grata. Hay, en efecto, placeres que limitan y placeres que matan. ¿Hasta qué punto, entonces, no dejan de ser placeres? “Debemos apreciar la belleza, la virtud… siempre que proporcionen gozo, pero si no lo proporcionan hay que decirles adiós y abandonarlas”, aconseja Epicuro.
La mayoría de los placeres, por suerte, son discretos y plácidos, y no nos arrinconan contra las cuerdas. Una caricia, una sonrisa, un plato sabroso o un buen libro, son placeres mansos que tienen la amabilidad dulce de los amigos. ¿Cuál es su peligro? Para quienes se ocupan y preocupan del control, quizás el hecho de que, mientras uno disfruta, no piensa ni quiere oír hablar de otra cosa. Gravita en el instante, la vida se sostiene por sí misma, no necesita apelar a nada más allá de ella. El placer, cuyo reino es de este mundo, es saciedad, y por tanto anula el hambre, incluida la de trascendencia.
Mientras disfrutamos, no necesitamos que nos salven. De hecho, si disfrutáramos (casi) siempre, tal vez olvidaríamos todas las nostalgias, tal vez desecharíamos todas las esperanzas. “El contrario de esperar —arguye A. Comte-Sponville— no es temer; el contrario de esperar es saber, poder y gozar”. Si dejáramos de esperar y nos dedicáramos a saber, poder y gozar, ¿cómo nos convencerían de que la vida no se basta a sí misma? Sin sufrimiento, ¿de dónde saldrían la sumisión y la piedad religiosa?
El sufrimiento nunca falta, como no escasean el miedo y la angustia. Sin embargo, para el espíritu limpio, el placer tampoco falta: en esa tesitura, ahí donde somos seres gozosos y libres, todas las trascendencias se tambalean. Seguramente por eso miran tan mal al inocente, afable, inofensivo y luminoso placer. No hagamos caso de esas aves de mal agüero, y disfrutemos serenamente de la vida, en el convencimiento epicúreo de que “más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella… Todo lo natural es fácil de conseguir”.
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