No voy a alabar demasiado los dones de la edad. Vivir es ante todo perder, como dijo François George y la vida se encarga de recordárnoslo cuando se nos olvida. Y envejecer es un fastidio: cumplida la hora de pasar el testigo, estamos programados por los genes egoístas para estropearnos y dejar sitio a la siguiente generación. Como repetía Punset, todo lo que hemos alargado la vida después de la edad de reproducción es un tiempo “redundante”; dicho en plata: en términos biológicos, una pérdida de tiempo, un lujo que hemos inventado los humanos pero que para la naturaleza es un despilfarro.
No es extraño que a partir de los cuarenta todo empiece a estropearse, y se acumulen las grasas, y se contraigan las arterias, y suba la presión y se dispare el colesterol. Es la edad en la que empezamos a reservar una estantería de la cocina para las cajitas de pastillas, que ya no dejaremos de tomar hasta que nos llamen del otro barrio (por cierto, son muy malas para la salud, hasta el punto de que algunas hay que tomarlas para paliar los efectos nocivos de las otras).
No, no está la edad para cantarle muchas virtudes, como demuestra el hecho de que nadie se haría viejo si pudiera evitarlo. Pero, dado que la senectud resulta inevitable, consolémonos con ese puñado de cosas buenas que también nos regala, y procuremos aprender a aprovecharlas: algo de experiencia (aunque, como dijo aquel, buena parte de ella ya sirve de poco), una mirada más serena (y más cansada), un entorno menos exigente (o más indiferente)...
La vida, como a la mayoría, me ha hecho más escéptico, y a veces un poco cínico. Pero también me ha enseñado el valor del esfuerzo, sin el cual, los sueños, sueños son; me ha enseñado que soy más capaz de lo que creía, y que los demás no son esos gigantes que pensaba que podían aplastarme con un simple gesto, sino seres sufrientes como yo. Creo en menos cosas, pero lo que creo lo creo con más fe. Espero menos del mundo, pero sé valorar sus dones cuando aparecen.
Tal vez siga siendo, en el fondo, una persona más bien triste y melancólica. Pero ahora comprendo mejor el valor de esa tristeza, y sé que nunca tendrá tanta fuerza ni tanto sentido como la alegría. Ahora sé que las melancolías no son para tanto, que siempre acaban y el mundo aguarda tras ellas, quizá más luminoso que antes. Ahora sé, sobre todo, que ningún pesar tiene por qué acabar conmigo, si no le doy yo ese poder.
Tal vez me haya vuelto un poco más arisco. Pero me siento más dueño de mi amor escaso, y sé que es un amor verdadero y no una simple proyección de mis deseos. Y, si tengo menos paciencia con las necedades de los demás, reservo más para sus debilidades, que a menudo puedo entender, o al menos disculpar, o al menos compadecer.
Tal vez ya no me sienta capaz de cambiar el mundo, pero a cambio me he vuelto más diestro en cambiar yo. Tal vez haya renunciado a las redenciones con algo de amargura, pero ahora resulta que me hacen menos falta, y eso me redime. No aguardo ya a aquellos grandes maestros que nunca encontré, pero a cambio sé ver en cada persona con la que me cruzo los destellos de su humilde sabiduría. Soy menos entregado, pero más sincero. Soy menos inocente, pero más complaciente.
He perdido fuerza, pero he ganado en fortaleza; he menguado en frescura, pero he crecido en tolerancia. Ya no aspiro a grandes verdades, pero sé apreciar la grandeza de las pequeñas. No soy optimista con el futuro, del que espero muy poco, pero el pasado ya no me somete. No puedo quejarme: vaya lo ganado por lo perdido, y redundemos mientras podamos.
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