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Mover montañas

Una de las divisas favoritas de los gurús de la autoayuda es que uno puede alcanzar todo lo que se proponga, siempre que lo desee lo suficiente. Se supone, según ellos, que, cuando uno se alinea con sus deseos y les pone voluntad, “el universo entero conspira” para que se realicen.


Me parece una pretensión de lo más peregrino, incluso dentro de los disparates de la autoayuda y del misticismo New Age. ¿Un universo pendiente, cual pecho materno, de nuestros volubles caprichos infantiles? Freud, rasgándose las vestiduras con razón, lo consideraría el colmo del narcisismo y de la omnipotencia primitiva. 

La vida nos va enseñando que sucede más bien lo contrario. Lo valioso es difícil e improbable, nuestra voluntad frágil y nuestras fuerzas escasas. “Quien algo quiere algo le cuesta”: requiere mucho trabajo y perseverancia alcanzar un logro que valga la pena, y, por supuesto, se trata de una inversión sin garantía. Si algo toca ir aprendiendo con los años es a renunciar: por lo que se pierde, pero también por lo que no se consigue y por lo que hay que admitir que jamás se conseguirá. 
Eso no significa que haya que caer en el derrotismo y retirarse de antemano. Probablemente podemos conseguir más de lo que creemos. Hay que perseverar, decíamos, y es también lo que afirman los más lúcidos. No nos favorece dar las cosas por imposibles de antemano (siempre que no lo sean realmente). “Creer es crear”, afirma deportivamente otra divisa New Age; yo no sé si se puede decir tanto, pero supongo que hay que creer para, al menos, ponerse manos a la obra y hacerlo con una cierta convicción. Tal vez la clave esté en tener el valor de darnos una oportunidad para ser un poco más ese (extraño, en el fondo) que queremos ser; para hacer del mundo un poco más ese lugar que soñábamos que sería. 

Resulta improbable que esté en nuestras manos cambiar el mundo, pero podemos ganarnos su complicidad, como en la parábola china del viejo tonto que movió las montañas. Allí eran los dioses los que, conmovidos, decidieron hacer realidad la intención de aquel viejo loco que se dedicaba a acarrear, más con entusiasmo que con esperanza, capazos de rocas de un lado a otro. Quizá los dioses (nuestras fuerzas interiores y las de los que nos rodean) no nos quieran poderosos: al fin y al cabo, para el poder ya se tienen a sí mismos. Quizá solo nos quieran entusiastas, ilusionados, y sobre todo valientes. Ellos se pusieron de parte del viejo: ¿quién nos asegura que la vida no va a ponerse de parte de nosotros? 
Con nuestro capazo, podemos trasegar lo inevitable hasta convertirlo en una opción más. Podemos decir no a lo que hace daño y ensucia la vida, a los que nos someten mientras saquean el mundo, a los que nos empobrecen mientras alimentan su inacabable avaricia. Podemos decir no a lo injusto, a lo indigno, a lo inicuo. También —sobre todo— si viene de nosotros mismos, y aun cuando no podamos llevarlo hasta sus últimas consecuencias, porque al fin y al cabo hay que vivir. Si somos capaces de conmover a los demás, de reunir todas nuestras fuerzas bajo la firmeza y el coraje, tal vez sea suficiente. 

Podemos, en fin, decir sí a la alegría, a pesar de que nos sobren razones para negarla, solo por obstinación. Y decir sí a la tolerancia y a la solidaridad, aunque nadie nos las agradezca, solo por el gozo de saber que hacen el mundo mejor. Y decir sí al amor, que nos brinda la oportunidad de entregarnos a lo valioso, y de dejar que lo valioso beba en nuestra fuente antes de seguir su camino. Bien pensado, tal vez lo que podemos sea bastante: se trata de partir con el ánimo de llegar.

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