En sus primeras páginas de El caminante, Hermann Hesse hace un emotivo elogio de la libertad, del intimismo, de la naturaleza nómada de los apátridas que vagan por el mundo sintiéndose en casa en cualquier parte, o en ninguna más que dentro de sí: “No dejaré aquí mi corazón… Lo llevaré conmigo, también lo necesito en las montañas, y a todas horas”.
Hesse confiesa que hubiese querido ser campesino y asentar su vida en un sitio. Pero le podían la inquietud y la obstinación, y esa desconfianza instintiva, entre melancólica y desdeñosa, que inspira el hogar al vagabundo. Para quien se siente ciudadano del mundo, lo local se queda pequeño. “No me seduce encadenar mi amor a una franja de tierra… Cuando nuestro amor se detiene… me resulta sospechoso”.
El abrazo de la tribu es poderoso, y Hesse debió vivir sintiendo ese tirón en cada uno de sus pasos de viajero: “El camino de la redención no me lleva a derecha ni a izquierda, me lleva al propio corazón.” Sin embargo, sus esfuerzos por adaptarse e integrarse, por comportarse como se suponía que debía hacerlo, fueron en balde: “¡Dichoso el propietario, el virtuoso, el sedentario, el fiel!... He perdido la mitad de mi vida intentando imitar su virtud… Tardé mucho tiempo en saber que no se puede ser y tener las dos cosas a la vez”.
¿Seguro que no? A renglón seguido, mientras se dispone a partir, Hesse claudica a la contradicción que le remuerde: “Bajo aquellos cielos seré feliz a menudo, y también a menudo sentiré la nostalgia del hogar”. Al final habrá que sobrellevar esa ambivalencia, habrá que tolerar la añoranza de un hogar en las noches de intemperie, y el irresistible deseo de partir cuando uno cree haber llegado. Vivir entre esas dos fuerzas opuestas, sentir su empellón dentro de un alma que no acaba de reposar en paz, honrar lo sagrado de ambas vocaciones y seguir su llamada sabiendo que no es la definitiva, que se mantendrá vivo el rescoldo de la otra inquietud, y que un día quizá nos venza y debamos traicionar lo que tenemos.
¿Haremos bien? ¿Nos haremos bien? Como Hesse, yo me siento a menudo dividido. Cuando me planto firme en mis raíces, y hablo con mis vecinos y coopero en proyectos comunes, y me siento útil y significativo y rodeado del calor de la comunidad, entonces me invade la súbita nostalgia de la soledad, el hambre de lejanías y silencios y retiros en los que reencontrarme conmigo mismo sin compromisos ni requerimientos. Y lo mismo me ha pasado cuando he vivido en pareja: incluso cuando aún no había calado el desamor, cuando se mantenía viva la llama de la ilusión y el embeleso, incluso entonces yo notaba la picazón de la libertad exenta, esa en la que no hay que responder a expectativas ni dar explicaciones.
De modo que siempre regresé a la soledad, y en ella me he mantenido desde hace algún tiempo, en la medida de lo posible. Las intimidades se me cierran demasiado, los lugares de trabajo o las asociaciones me motivan hasta que un día los siento como un peso. Ahora que sé que no voy a estar a la altura, que más tarde o más temprano partiré, he decidido no prometer nada, para que luego no se me reproche la retirada como una traición, para no provocar a nadie, como sucedió tantas veces, el dolor de no responder a lo que se espera de mí.
Así que abracé la condición de los vagabundos y procuro caminar solo y acampar donde me encuentra la noche. Y me siento habitante de lo mío, y feliz con mis pasos sin estorbo. Pero, ¡ay!, no siempre. Una parte de mí encuentra el mundo demasiado grande y las noches demasiado hondas, y añora regresar al abrazo de las tierras donde te llaman por tu nombre.
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