Por más que hagamos por endulzarla, la vida es una tarea ardua. No hace falta hurgar mucho para que esté justificado entender la existencia como una tragedia, o quizá más bien ese cuento contado por un idiota “lleno de ruido y furia” que sentenciaba Shakespeare.
El absurdo de morir (que nos remite al absurdo complementario del propio existir), la crueldad del dolor, la permanente insatisfacción a la que nos relega el deseo… Buda, Schopenhauer, Unamuno, tenían tanta razón que duele concedérsela.
Al malestar existencial hay que añadir las tristezas y las insatisfacciones de propia cosecha, las que nos guisamos y nos comemos cada cual por su cuenta. ¿Quién no arrastra algún trauma infantil? ¿Quién no ha tenido ocasión de confirmar la máxima de Sartre de que “el infierno son los otros”? La accidentada travesía entre la gente, los esfuerzos baldíos, el diario deterioro en el espejo, el desamor y la enfermedad, sobre todo la enfermedad… Si lo sumamos todo, lo menos que podemos contraer es una depresión, y parece difícil no responder negativamente a la única pregunta que, según Camus, es realmente relevante: si la vida merece la pena de ser vivida.
Y, sin embargo, lo más loco de la vida es que, aun con todo ese fango por montera, todavía nos queda poesía en el alma para cantar con Lope a las guirnaldas que se pone la primavera o para sentir la luz de la música de Mozart. Aún nos quedan afecto para dispensárselo a un amigo y ternura para derrocharla con un hijo. Queda ilusión para encarar proyectos, aunque los sepamos destinados a la indiferencia o al olvido, y pulso para el cariño, aunque presintamos la probabilidad de su naufragio. Aun después de llorar la más espesa lágrima nos quedará afán para un beso, estremecimiento para el amor y humor para reír junto a Demócrito y Epicuro, para esa última carcajada a la que nos invita la película de Monty Python La vida de Brian.
Un paso más allá del sufrimiento, cuando parece que todo está perdido y no queda nada que nos salve, somos capaces de reírnos del absurdo y entusiasmarnos tras el descalabro, dedicar una sonrisa compasiva a la torpeza que nos perjudicó y disculparnos la propia. Somos capaces, tras la más completa pérdida, de volver a empezar y construir lo nuevo a partir de las ruinas. Cada uno de nuestros actos podría rendirse y no lo hace, y le lleva la contraria a la entropía igual que la vida en cada uno de sus rincones.
Es imposible no asombrarse ante esa prodigiosa y, en definitiva, disparatada insistencia con que no solo nos aferramos a la vida, sino que la llenamos una y otra vez de pasión, de alegría, de sentido. Creo que en esa pirueta circense del ánimo, en esa obstinación por darle la vuelta a la tendencia natural al menoscabo, reside la más genuina grandeza humana. Ella es la que, juzgada desde el punto de vista colectivo, alienta la esperanza de que seamos capaces de compensar un día nuestra estúpida perseverancia en el saqueo de la naturaleza y en la mutua destrucción.
Y esa misma fuerza se expresa también en nuestros lances personales. Frente a la debilidad y la tentación de ese Tánatos autodestructivo que nos atribuyó Freud, siempre nos queda la terquedad en seguir adelante cuando parece acabar el camino, en sacarle un partido inédito a lo que resta aunque sea poco, en reconstruir lo perdido aun partiendo de cero. Cuando, como en La historia interminable, todo parece sumirse en la nada, siempre nos queda la resistencia y la insistencia, hacernos fuertes en lo inevitable y sembrarlo con las semillas del sueño.
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