¿Acaso no estamos todos un poco locos siempre, y bastante locos a veces? Alguien me hizo una vez la apreciación de que era imposible que no acabásemos todos neuróticos, dado que la evolución nos ha hecho conscientes de que vamos a morir. Su observación me parece correcta, pero incompleta.
La mayor fuente de ansiedad no es la perspectiva de la muerte, que nos resulta siempre remota e inverosímil como todo lo carente de experiencia directa, sino la vida inmediata, la que nos duele en la carne y se nos acelera en el corazón, con sus crueldades y sus fervores y sus incertidumbres.
De todos modos, en esencia, repito que el veredicto es válido, aunque más por lo que implica que por lo que significa. Soñamos con el orden, la seguridad y la estabilidad, porque sabemos que ninguna de las tres cosas se halla a nuestro alcance. La condición humana (la de la vida toda, quizá la del universo entero) no está hecha para el equilibrio: alostasis frente a homeostasis. Si la excepción es la norma, adaptarse (en caso de que sea posible) debe consistir en comportarse de un modo permanentemente excepcional. El mundo es demasiado cambiante, demasiado difícil, demasiado agónico y antagónico para que la frágil mente humana pueda asentarse en una estructura coherente. Lo raro es la cordura.
Pero no todos estamos igual de locos. Hay factores que nos inclinan más o menos a la inconsistencia: un mayor grado de vulnerabilidad, una predisposición congénita, haber crecido en un marasmo que nos quebró el espinazo de la entereza. La presión del medio, unida a la fragilidad temperamental, puede llevarnos a locuras que desborden la norma —lo estadísticamente predominante, no necesariamente lo normal, que nadie sabe lo que es, aunque se hayan pergeñado tantas teorías que intentan perfilar su línea divisoria—.
Hay, pues, personas que se rompen y no encuentran el camino de regreso. Un buen amigo decía de ellas, entre la compasión y la envidia, que tienen la suerte de haberlo resuelto todo: el que no es capaz de encontrar, ya no tiene que buscar. “Esos ya no sufren”, sentenciaba. Quizá por ello sea tan difícil traerse a un loco de vuelta, y no necesariamente porque se esté a gusto en la demencia —habría que preguntárselo uno a uno—, sino porque debe haber una ley de entropía mental que haga infinitamente más factible mantener un equilibrio inestable que reponerlo después de haberlo desintegrado.
Sería cínico no considerar las patologías consagradas como el extravío más grave, pero no está claro —y en esto mi amigo tenía razón— que sea el más doloroso. Lo que más duele es la conciencia: la peor locura debe ser, probablemente, la que aun siendo consciente no sabe cómo zafar de su propio laberinto.
Los delirios también pueden ser parciales. Hay zonas locas en el alma donde no podemos acceder, y tiempos locos en los que se desatan vendavales sin que podamos hacer otra cosa que guarecernos y esperar a que amainen. Hay, simplemente, épocas en las que la vida nos arrincona o nos empuja al límite, y tal vez el desvarío se nos cuele por el flanco más débil. Por suerte solemos encontrar el camino de regreso, a veces por agotamiento, otras después de una ardua odisea, casi siempre porque se cumplen los ritmos secretos de las cosas; rara vez porque tengamos remedio.
“Antes que nada hay que vivir”, cantaba J. B. Humet, y eso es lo que hacemos: procurar volver a vivir lo antes posible y confiar en que el temporal no vuelva a arreciar demasiado pronto.
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