Ir al contenido principal

Para el civismo

El civismo es una hipocresía benévola y afable, tan prudente que a menudo acaba siendo sincera, como las mentiras piadosas. El civismo acierta siempre, incluso cuando se equivoca y recibe a cambio lo contrario de lo que da, del mismo modo que el generoso lo es, e incluso más, aun cuando se le pague con mezquindades.


Acierta, postularían quizá los utilitaristas, porque hace a todos la vida más llevadera y pone entre la dureza de los individuos una delicadeza que serena a los exaltados, calma a los iracundos y contiene a los resentidos. El civismo prodiga obsequios entre desconocidos, y, aunque no consiga que se amen, logra al menos que se toleren. “Es la primera virtud, y no es virtuosa”, opina Comte-Sponville: en efecto, no vale la pena si no nos sirve para trascenderlo, pero hemos de reconocer que nada empieza sin él. 

Me confieso partidario (casi) incondicional del civismo. Lo prefiero casi siempre a la sinceridad arrojadiza e inoportuna, que ni pedimos ni necesitamos, que no nos hace falta en los extraños y nos sobra en los que no nos quieren. No todo merece ser sabido: hay demasiado que saber, basta y sobra con lo valioso. Yo la sinceridad la espero y la reclamo de los amigos, o al menos de los que no me quieren mal, porque entonces es un espejo firme y generoso que quiere ayudarme; ¿para qué pretenderla del que desea herirme con ella? Si me veo empujado a defenderme, no podré acogerla ni aprovecharla. 
Si me cruzo con un desconocido, prefiero que me desee un buen día aunque mi día le importe un bledo, y que no diga nada de mi cojera o mi mancha en la ropa. Agradezco la intención de las sonrisas forzadas, porque al fin y al cabo son sonrisas y alguien se toma la molestia de forzarlas para mí. El civismo es el estadio más primitivo y elemental del respeto, y quizá su génesis ineludible: quien me saluda no me quiere mal, con quien me saluda tal vez pueda colaborar y descubrir complicidades que están por inventar.
 
 Por eso, tiene sentido que Comte-Sponville lo considere “el comienzo de la moral”: no solo porque, como él señala, comporte una “sumisión a la costumbre”, sino porque el civismo prefiere el bienestar a la franqueza, y eso ya es una postura moral. “Las buenas maneras preceden a las buenas acciones y conducen a ellas”, y eso solo es así puesto que las buenas maneras ya son buenas acciones, y nos educan en ellas. En eso consiste la educación: imponernos el esfuerzo de realizar lo correcto porque es correcto, cuando quizá tenderíamos espontáneamente a lo contrario: “imitando las maneras de la virtud, quizá tengamos oportunidad de ser virtuosos”. 
Algunas personas sostienen unos principios heroicos que a primera vista pueden parecer admirables, pero que a menudo sirven de coartada para la crueldad. “Yo hago lo que quiero, y a quien no le guste que no mire”, afirma el aprendiz de Atila antes de pisotear nuestro jardín con su arrogante caballo. No veo en esa rudeza primitiva ningún motivo para sentirse orgulloso: la verdadera humanidad empieza cuando dejo de hacer lo que quiero, no solo porque incomode a los demás, sino ante todo porque soy capaz de ponerme en su lugar y me doy cuenta de que a mí tampoco me gustaría. Esa capacidad para la empatía empieza en el terreno forzado de la urbanidad, y luego va floreciendo por sí misma en la comprensión de lo preferible, que es lo que pone las bases de la moral. 

La vieja educación acertaba inculcando la amabilidad dulce e inteligente del civismo: mientras no aplasta al individuo, protege a los demás de ser aplastados por él, que tantas veces disfraza de integridad lo que no es más que rudeza.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos. ...

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Conceptos y símbolos

La filosofía es la obstinación del pensamiento frente a la opacidad del mundo. En el ejercicio de su tarea, provee a nuestra razón de artefactos, es decir, de nodos que articulan, compendiados, ciertos perímetros semánticos, dispositivos que nos permiten manejar estructuras de significado.  Cuando Platón nos propone el concepto de Forma o Idea, está condensando en él toda una manera de entender la realidad, es decir, toda una tesis metafísica, para que podamos aplicarla en conjunto en nuestra propia observación. Así, al usar el término estaremos movilizando en él, de una vez, una armazón entera de sentidos, lo cual nos simplifica el pensamiento y su expresión por medio del lenguaje. Al cuestionarme sobre lo existente, pensar en la Forma del Bien implicará analizar la posibilidad de que exista un Bien supremo, acabado, abstracto, y según el griego único real, frente a la multiplicidad de versiones del bien que puedo encontrar en el ámbito de las apariencias perceptuales.  De h...

Presencia

Aunque se haya convertido en un tópico, tienen razón los que insisten en que el secreto de la serenidad es permanecer aquí y ahora. Y no tanto por eso que suele alegarse de que el pasado y el futuro son entelequias, y que solo existe el presente: tal consideración no es del todo cierta. El pasado revive en nosotros en la historia que nos ha hecho ser lo que somos; y el futuro es la diana hacia la que se proyecta esa historia que aún no ha acabado. No vivimos en un presente puro (ese sí que no existe: intentad encontrarlo, siempre se os escabullirá), sino en una especie de enclave que se difumina hacia atrás y hacia adelante. Esa turbia continuidad es lo que llamamos presente, y no hay manera de salir de ahí.  El pasado y el futuro, pues, son ámbitos significativos y cumplen bien su función, siempre que no se alejen demasiado. Se convierten en equívocos cuando abandonan el instante, cuando se despegan de él y pretenden adquirir entidad propia. Entonces compiten con el presente, lo a...

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrot...