La psicología social ha mostrado hasta qué punto nuestras convicciones suelen ser irracionales. Impacto y repetición: así percibimos, como saben bien los publicitarios y los propagadores de rumores. La verdad, mal que nos pese, es a menudo una cuestión de fuerza, y muchas veces las certezas se imponen más por su intensidad que por su calidad.
Estamos convencidos de que contamos con principios sólidos y posturas bien fundamentadas, supuestas verdades que consideramos de firme asiento. Sin embargo, muchas de ellas son apenas el poso de la costumbre, que crea su propia ilusión de legitimidad. Las creímos no porque nos parecieran válidas, sino porque una autoridad nos inculcó que lo eran. Porque nos lo repitieron insistentemente y con una convicción que nuestra falta de criterio no podía cuestionar. En eso consiste la primera educación, la que hemos recibido en la infancia más temprana: nuestros padres nos imbuyeron sus principios no necesariamente porque les parecieran verdaderos, sino porque eran suyos, y eso también nos bastó a nosotros.
¿Y ahora? Se supone que los adultos pensamos por nosotros mismos: podemos someter lo heredado a un escrutinio crítico. Sin embargo, no solemos hacerlo: muchas de nuestras creencias están tan trenzadas con la identidad que da la impresión de que esta no se sostendría sin ellas. Hay convicciones que nos acompañarán toda la vida sin que nos atrevamos a ponerlas en duda, las sentimos como nuestros cimientos.
¿Y qué pasa con aquellas otras ideas, las que vamos forjando por nosotros mismos a lo largo de la vida? Nos gustaría pensar que al menos esas son fruto de una reflexión consciente, de nuestro esfuerzo personal por comprender. Pero en muchos casos, quizá en la mayor parte, no es así: seguimos creyendo las apariencias precisamente por lo que parecen; seguimos convenciéndonos de lo que nos infunden las personas que nos rodean, aquellas a las que atribuimos un cierto prestigio, o simplemente las que forman parte de nuestros grupos de referencia, y con las que nos identificamos.
Es probable que los dicterios de un amigo nos convenzan más que las verdades de un extraño, salvo que este se nos aparezca tocado con el aura del prestigio (que es otro criterio que a menudo se nos transmite ya hecho, sin que haya mediado un proceso de prueba o crítica por nuestra parte). O sea, creemos más porque confiamos que por argumentos convincentes.
¿Y qué sucede con los cambios de opinión? De entrada, como demuestra el fenómeno de la disonancia cognitiva, solemos mantenernos bastante conservadores con nuestras convicciones; no nos complace tener que renunciar a ellas, reconocer que eran erróneas y sustituirlas por otras. Si lo hacemos, suele ser después de resistirnos y a regañadientes; pero una vez hemos dado el paso, defendemos esa idea nueva con la misma obstinación que si nos hubiese acompañado toda la vida.
¿Y cómo se gestan esos cambios? ¿Responden a la propia experiencia? En ocasiones sí. Pero la vida es limitada; las vivencias casi siempre son puntuales, incompletas, sesgadas o parciales. De nuevo, lo que más cuenta es el hecho de que los demás —los nuestros— consideren válidas esas ideas. Es muy difícil sostener una afirmación en contra de la tribu. No nos gusta estar solos, ni siquiera en nuestras convicciones.
En última instancia, queda lo que impacta, queda lo que insiste. Lo que atraviesa la dura piel de la indiferencia y conquista la atención; lo que sustituye una costumbre con otra costumbre. Convence lo que emociona o se repite: filosofar es rebelarse y elegir seguir dudando.
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