Ir al contenido principal

Partir para volver

La intensidad nos motiva: queremos sentirnos vivos; pero a la vez nos agota, obligándonos a poner fuerzas para afrontar la fuerza de la vida. La segunda ley de la termodinámica rige implacable: lo que nos mueve nos desgasta, del mismo modo que la madera no soltaría llama si no se fuese consumiendo. El mismo tiempo que teje la vida, la envejece.


Queremos que nuestra vida sea intensa, porque, como Julián Marías, estamos convencidos de que “la felicidad consiste primariamente en la intensidad de la vida”. Y por eso buscamos constantemente diversiones y alicientes, para no hundirnos en ese tedio que tanto temía Baudelaire, para sentir hasta el fondo la existencia y, así, impregnarla de ilusión de sentido.
El reverso de la feliz intensidad es que cansa, y también nos hace falta descansar, guarecernos en una vida mansa y segura que calme la ansiedad. La vida es, de por sí, un exceso, un desafío constante, una libertad agotadora, como nos recordaron Sartre y Fromm, y por eso a veces preferiríamos un poco menos de emoción y un poco más de plácida rutina.

¿Cómo armonizar ambos impulsos, el que nos empuja en pos de la intensidad y el que nos hace reticentes a su asedio? ¿Estaremos ante una contradicción irresoluble? Quizá se trate de afrontarlo como una cuestión de ocasión y de grado. Ocasión, como nos recordaría el Eclesiastés: “Cada cosa tiene su tiempo”. Grado, puesto que ambas sensaciones (intensidad y sosiego) constituyen los ritmos del vivir y, por tanto, no se trata de escoger una y descartar la otra, sino de administrar armónicamente sus predominios y sus cadencias. Don de la oportunidad, don de la justa medida.
¿Cuál es la justa medida? A veces da la impresión de que lo que importa no es tanto que la medida sea realmente “justa” (evaluación para la que no podemos tomar como referencia ningún criterio objetivo) como que, funámbulos del filo de la navaja, tanteemos un equilibrio más o menos cómodo y razonable. ¿Se referiría a eso Aristóteles cuando recomendaba el “camino medio”? Y, por otra parte, ¿existe realmente ese camino medio, o consistirá más bien en un tanteo que a veces nos inclina hacia un lado y otras veces al opuesto?

Quizá no podamos eludir avanzar en zigzag, entre intensidades y apaciguamientos. Quizás, entonces, la satisfacción consista en estar donde se está, en sacar partido de la dirección en que estamos caminando en cada ocasión. Estamos hechos de tal modo que damos por sentado lo que tenemos, por excepcional que resulte, y en cambio nos embarga la nostalgia de lo que nos falta. El que vive abrumado por la cotidianidad sueña con lo excepcional; el que anda de aventura en aventura sueña con un puerto de quietud donde no pase nada. Para el tedio, el bien es la novedad; la agitación añora la monotonía. ¿Qué es peor, aburrirse o angustiarse? Ninguno, si los convertimos en acicates complementarios de una vida satisfactoria; ambos, si no nos sirven más que para sufrir.
Nadie parece contento con lo que tiene, todos pensamos que los tesoros están en otro sitio, como el desconcertado rabino de Cracovia que soñó que encontraba un tesoro en Praga y, cuando al fin fue a buscarlo, se encontró con un individuo que había soñado con un tesoro que aguardaba debajo de la cama de… un rabino de Cracovia.

Entonces, ¿nos quedamos replegados en Cracovia? Creo que no. Quizá no tengamos más remedio que partir hacia Praga si queremos una oportunidad de descubrir los tesoros que guardamos bajo la cama. Intensidad, serenidad: vayamos adonde nos conduzcan y regresemos cuando sea la hora.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...