Necesitamos que el mundo nos parezca un lugar
coherente y previsible, para sentirnos seguros en él, para tener la impresión
de que podemos controlarlo, que somos competentes a la hora de afrontarlo.
Esa sensación de seguridad es
sin duda una de las necesidades primarias del ser humano (Maslow la puso en el
segundo escalón de su pirámide, inmediatamente después de las necesidades de
supervivencia), y por tanto una de las claves de la estabilidad y la
satisfacción humanas. Su ausencia implicaría vernos sumidos en un caos
indescifrable sobre el que no tenemos ninguna capacidad de intervención,
sensación aterradora que devasta al impotente yo. Remedando la alegoría del
carro alado de Platón, ¿quién se animará a tomar las riendas si no espera que
los caballos le hagan caso?
El yo, o ego,
necesita sentirse capaz y competente para hacer valer su voluntad, o de lo
contrario perderá la confianza en sí mismo y, como estructura, se irá
descomponiendo; sin auriga tirando de las riendas, el carro acabará por despeñarse.
Por eso, el ego buscará desesperado recursos para recuperar su sensación de
control: si el mundo no le responde, inventará modos de verlo que le hagan
sentir al menos en parte esa capacidad. La creencia en poderes superiores, la
invención de explicaciones que le eximan de responsabilidad y justifiquen sus
debilidades, el desplazamiento a sensaciones de poder primitivas como el
sometimiento de los próximos, la rebeldía frente a autoridades domésticas…
Aunque parezca
paradójico, la autodestrucción es otro recurso que genera un efecto de control,
pues en ella se funda, como arguye el psicoanalista Samuel Warner, una
sensación de poder neurótica, una primitiva omnipotencia: “Mediante esta
negativa a ‘funcionar’ se expresa la rebeldía contra el mundo frustrador y por
ello una especie de alivio temporal de la hostilidad propia”. Una persona atrapada
por ese mecanismo se sentirá sin duda desgraciada, pero podrá tener la impresión
de que su infelicidad es soportable, y desde luego preferible al vacío del
caos. Se cerrará posibilidades, pero justamente por eso contará con el consuelo
de saber a qué atenerse.
Frente a estos
recursos neuróticos, desesperados y, en última instancia, devastadores, pues
socavan la autoestima y alejan de la realidad, nos conviene educarnos en la tolerancia
a la inevitable limitación de nuestra capacidad de control. Es un proceso que
ya iniciamos, sin darnos cuenta, en nuestra primera infancia, cuando tuvimos
que ir renunciando a regañadientes a la grata sensación de omnipotencia, aceptando
poco a poco la realidad de nuestros límites. Una parte de nosotros sigue evocando
con nostalgia aquel poder original, y desistir de él es una tarea que dura toda
la vida.
Hay que repetirle al
yo angustiado que no se puede controlar todo. La vida está hecha, precisamente,
para sorprender, para escapársenos por las costuras de nuestras endebles expectativas.
Hay que profundizar sin descanso en la tolerancia. Los rígidos tendrán que
soltar. Los estrictos tendrán que transigir. Los temerosos tendrán que aguantar
y, en la medida de lo posible, procurar tomarse las cosas menos a la tremenda.
En
la vida ganan los pragmáticos, que reservan sus fuerzas para lo realmente
importante, y sobre todo los tranquilos, los que hacen lo que pueden hasta
donde pueden y no se atormentan al comprobar que el mundo sigue su curso sin
apenas inmutarse por sus desvelos. Todos ellos llegan más lejos simplemente
porque arrastran menos peso, porque en lugar de detenerse, obcecados, dándose
contra un muro, buscan un poco más allá y siempre encuentran una salida.
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