El calendario
cumple su rutinaria ley y, cuando al fin llega la hora de despedirnos de los
compañeros, todo son risas y entusiastas deseos de reparación y asueto.
Mientras salimos del lugar de trabajo, nos parece estar abandonando una sarta
de lastres, que nos dejan ligeros y nos impulsan en una ventolina de promesas.
Es el momento realmente feliz de las vacaciones, cuando parece, como dijo el
poeta, que “todo está por hacer y todo es posible”.
Sin embargo, a
medida que nos adentramos en él, ese tiempo esperado resulta ser más turbio y
menos espléndido de lo que pensábamos. No hay en ello nada demasiado peculiar:
todos los deseos brillan más en la imaginación que a la hora de cumplirse.
Pero, en el caso del tiempo libre, se añaden, precisamente, los inconvenientes
de la libertad, que, como nos señalaron Sartre y Fromm, no son de poca monta.
Para empezar, el
levantamiento de las prioridades cotidianas nos deja a la merced de nuevas
obligaciones siempre pospuestas: arreglar el grifo que gotea, pintar la
habitación del niño, ordenar los papeles amontonados en la precipitación de los
días laborables. Y aun si logramos sortear esos requerimientos, relegándolos para
otra oportunidad, surgen inquietudes que nos pasaban desapercibidas y ahora, de
repente, cobran relevancia: la conversación pendiente, el rencor que habíamos olvidado,
la vieja promesa que ya no tenemos excusa para no cumplir. Lo eternamente
pospuesto cobra la premura que le dejaron vacante los decretos de la cotidianidad,
y ahora nos puede inundar con un dramatismo del que nada externo nos protege.
Un talante obsesivo o depresivo puede naufragar en esta marejada, una persona amoldada
a la actividad frenética puede enredarse, por pura costumbre, en esa nueva oleada
de ocupaciones. Es más: hay quien las necesita, para eludir el horror vacui
que le produce la vastedad del tiempo libre. No tendría por qué resultar problemático,
si es su manera de distraerse; pero si se sume en ello de un modo compulsivo,
si se trata de una prolongación irrefrenable y no deseada de los hábitos del
trabajo, tal vez le amargue el anhelado asueto.
Pero ni siquiera es ese el desafío más grande del tiempo libre. El activista febril no descansa, pero vive protegido de dos amenazas: el tedio y tener que elegir; su tiempo cuenta al menos con una estructura. No todo el mundo soporta las horas sin definición. Paralizada la brújula de la obligación, la casa puede parecernos un panteón sombrío o una agobiante covacha si no sabemos orientarnos por sus rutas silenciosas; la familia puede abrumarnos en la deriva de su calma chicha; la soledad nos puede atrapar en un légamo sin asideros.
Para salir de esos marasmos, hay que ocuparse en algo, y entonces nos encontramos con la inquietante libertad y su tarea de elegir. La industria del ocio, con su oferta inabarcable, más bien nos confunde. Hay muchas posibilidades apetecibles, y el tiempo es limitado: escoger nos costará muchas renuncias, y nunca estará claro que hayamos optado por lo mejor. En vacaciones, descansar y disfrutar es un deber: hagamos lo que hagamos puede saber a fracaso. No es extraño que, por fastidioso que resulte, volver al trabajo suela tener algo de alivio.
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