Ir al contenido principal

El agua rechazada

Tendría cinco o seis años cuando mi padre nos llevó de paseo por el campo a un amigo y a mí. Hacía calor y teníamos sed. A las puertas de un viejo monasterio había una fuente, pero estaba alta y los niños no alcanzábamos. Mi padre hizo un hueco con las manos y nos dio de beber en ellas.
Primero se lo ofreció a mi amigo; ahora interpreto que era un gesto de cortesía, pero entonces solo supe ver que yo, su hijo, quedaba relegado a segundo lugar; me sentí traicionado. Por esos celos misteriosos y repentinamente intransigentes que tienen los niños, me dolió no haber sido el primero. Sentí que me habían arrebatado algo que me pertenecía, que me habían negado un privilegio que, por una vez, era mío. Me resultó tan hiriente que me negué a beber cuando fue mi turno. Es uno de mis recuerdos más tempranos de expresión de la rabia a través de la saña conmigo mismo.

Desde entonces, ha habido muchos otros; he dado al traste con frutos de largo esfuerzo, he descartado caminos recorridos con ahínco cuando estaba a un salto de la meta, he malogrado felicidades al alcance de la mano y he volado los puentes con personas que amaba. No supe controlar esos brotes autodestructivos: canalizaba la ira o la frustración renunciando a deseos, humillándome en público, boicoteándome proyectos, cediendo logros, maltratando mis posesiones preferidas, y sobre todo replegándome en una soledad atormentada de resentimiento, que me inmovilizaba y consagraba mi impotencia.
Supongo que, cuando el desengaño es demasiado grande, necesito luchar contra algún enemigo; pero no me atrevo: los demás siempre son peligrosos, sobre todo cuando uno no está seguro de tener razón, y no tengo adversario más sumiso que yo mismo, ni territorio más indefenso por devastar que el mío. Me convierto en un tirano cobarde y cruel de un reino interior en el que sé que gozo de total impunidad. Y la palabra “gozar” no es exagerada, pues siento algo parecido a un placer morboso en demoler lo mío, en avasallarme con un desprecio feroz que, supongo, desearía volcar sobre el mundo.

Es un curioso recurso simbólico que hace posible la expresión de un sentimiento que no sé justificar, pero tampoco reprimir. Hasta aquí lo entiendo, pero muchos detalles siguen desconcertándome. ¿A quién castigo cuando me castigo? ¿A mi padre interior, ese fantasma que proyecta pálidamente las sañas con que me trató el real? ¿A mí mismo, por no ser lo bastante bueno, lo bastante fuerte, lo bastante qué? ¿Al mundo entero, por no estar de mi parte y abandonarme cuando más lo necesito?
¿Y cuál es el castigo? ¿La destrucción de los restos de mi entereza dañada? ¿La renuncia a la complicidad y la aquiescencia, que son los únicos dominios que me quedan? ¿La tierna oportunidad de la alegría, que es lo único que no puedo tolerarme dentro de las celdas del enojo? ¿Acaso es tan grande el odio que, si no brotara aunque sea contra mí, me haría reventar y comportarme de modos censurables? ¿Y no será que me castigo a mí mismo porque soy el único con quien me siento seguro, el único con el que me atrevo?

En el fondo de todo supongo que hay una dignidad bajo sospecha. Aquella agua que me ofrecía mi padre en el hueco de sus manos era el agua del amor, del príncipe destronado. El temor de que mi padre no me amara era antiguo y profundo, y mi infancia discurrió lastrada con la duda de si yo era amado o incluso digno de amor. Me faltaron fuerzas para rebelarme, y las hallé en odiarme a mí mismo, en recelar de un amor que no creía merecer, en desertar antes de que me abandonaran.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado