Está de moda hablar de liderazgo, ahora que solemos entender toda tarea colectiva como una empresa. Se nos alecciona en que el líder es fundamental para una buena gestión de los recursos ―incluidos los trabajadores, reducidos a “recursos humanos”― que conduzca al beneficio de los inversores.
No todo es malo en ese énfasis posmoderno en los líderes. Estábamos tan ocupados en la igualdad que se nos había olvidado que somos, en el fondo, animales gregarios: nuestras hordas siguen precisando sujetos alfa, de lo contrario se convierten en agrupaciones inestables y estériles. La vindicación del liderazgo nos avisa que la libertad sin jerarquía ―o sea, sin demarcación― es una libertad solitaria, atomizada, infructuosa: seguramente, demasiado vasta e inquietante para que la mayoría de nosotros sepa cómo arreglárselas con ella. Asociábamos el líder con la opresión y la sumisión, pero solo con un líder podemos fusionar libertades en proyectos comunes.
El liderazgo se basa en el poder: a veces impuesto en forma de institución, otras ganado a fuerza de prestigio. El poder complace porque nos destaca en medio de la tribu, confiere un significado especial, asegura un lugar y un cierto privilegio; sin embargo, y por lo mismo, siempre pesa, como el anillo de Sauron, y por eso el liderazgo es difícil. Del líder se espera algo que a la mayoría nos cuesta y nos inquieta: la decisión. El precio de la libertad es la responsabilidad, como nos recuerda Sartre, y la responsabilidad tiene algo angustioso, porque nos hace rehenes de las consecuencias de nuestros actos. De pronto, elegir se convierte en una tarea grave y arriesgada. Así que la delegamos en el líder: su poder (el que le damos con nuestra subordinación) a cambio de nuestra inocencia. O, más bien, nuestra ilusión de inocencia, ya que, como nos recriminaría Sartre, hacer lo que deciden otros es también una elección.
No todo el mundo está dispuesto a pagar el precio de su tranquilidad a cambio de poder. Las decisiones del líder pocas veces acertarán del todo, y nunca serán del gusto de todos. Dirigir es soportar la presión de los que discrepan, los que critican, los que no están satisfechos; es decir: de todos, puesto que nadie está contento siempre ni por completo con los intentos del que dirige. Hay, además, quien no soporta ser mandado, y lo demuestra con rebeldía. El mundo conspira contra el líder, pero este, curiosamente, disfruta afrontando y, eventualmente, doblegando esa conspiración, a veces por entrega a su grupo o sus creencias, otras por propio interés, casi siempre por ambas cosas. Oportunistas o no, se trata de líderes “naturales”; ¿o será, simplemente, que han tenido el valor de serlo?
Al verdadero líder no le basta con vencer: tiene que convencer. Hay que empezar venciendo, por supuesto: a los rivales explícitos, que son unos pocos, y a los implícitos, que son todos en algún momento. También en eso preferimos su iniciativa: no nos gusta someternos, preferimos ser sometidos, sentir cómo revocan nuestra resistencia. Pero luego hay que convencer: demostrar que se es más digno de admiración que de resentimiento, más de devoción que de envidia. El líder tiene que resultar seductor, tiene que parecer deslumbrante.
Cuando lo consigue, seguirlo es un contento, y solo entonces el grupo adquiere, de manera estable, una consistencia sólida, cohesionada, eficiente. Solo un grupo así, donde todos remen a la vez y en la misma dirección, alcanzará algún puerto; un buen líder es una suerte: “¡Qué buen vasallo si hubiera buen señor!” Si nos toca liderar, a nosotros que no somos líderes “naturales”, tomémoslo como una oportunidad para ser útiles a los nuestros: démoslo todo antes de retirarnos.
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