Ir al contenido principal

Lugares de paso

¿A qué se debe esa aura de tristeza de las estaciones y los aeropuertos? Yo creo que reside en su carácter anónimo y transitorio, en lo que tienen de “tierra de nadie”, de mero lugar de paso al que, por su propia naturaleza, es imposible pertenecer.
Con dos excepciones. La primera, tan obvia, sus trabajadores: curiosamente impregnados de esa misma languidez del entorno, sombras etéreas que apenas se ven.
La segunda es menos evidente. Podríamos fantasear con la figura de alguien que quedara atrapado en ese limbo y se viese obligado a habitarlo, como Spielberg retrata con su habitual genialidad en La terminal. Para mí, el principal atractivo de esa película es el contraste entre la angustiosa despersonalización a la que el entorno somete al protagonista (robándole las habituales señas de identidad: documentos, nacionalidad, objetos personales, libertad de movimiento…) y la poética tarea de resistencia humanizadora de este, que, para nuestro alivio, acaba por triunfar. Una situación digna de Kafka con un desarrollo de Hollywood… Tal vez sus detalles melosos nos hagan sonreír, pero debemos reconocer que expresan también nuestras esperanzas más recónditas.

Porque, llevando la metáfora a su extremo, la vida misma es un lugar de paso o de espera, como ya se ha dicho de sobras. Todos somos extranjeros, y en todas partes; y si llegamos a olvidarlo o a disimular que lo olvidamos es gracias al amor: el apego a los lugares, a las vivencias, a las personas.
No hay apenas amor, ni ocasión para inventarlo, en las estaciones o en los aeropuertos, y eso es lo que nos descorazona de ellos. A Machado le encantaban los trenes porque siempre están partiendo, y a todos nos atrae esa sensación de libertad, pero nuestra vocación es pertenecer, y solo soñamos con marcharnos cuando sentimos que en el mundo hay algún lugar al que podemos regresar. Saint-Exupéry lo capta bien en el diálogo del Principito con el guardagujas:
Parece que llevan mucha prisa dijo el principito. ¿Qué buscarán?
Lo ignoro. Creo que incluso el hombre de la locomotora también lo ignora respondió el guardagujas.
Más tarde pasa un tren en dirección contraria, y el principito pregunta si es que no se sentían contentos donde estaban. “Nunca está nadie contento donde se encuentra”, le replica el guardagujas, y nos hace pensar en la cantidad de tiempo que pasamos en ninguna parte, trasladándonos de un sitio a otro.

Amar es quedarse, o estar dispuesto a hacerlo. Amar es mirar alrededor con gratitud y afecto, y para eso hace falta estar, dedicar tiempo a entreverarse con el entorno, imprimir en él algo nuestro y viceversa. Pero los viajeros no se quedan: solo miran atrás (a lo que dejan, con gusto o con nostalgia, o más bien, casi siempre, con algo de ambas) y hacia delante (al lugar adonde van, compuesto, como todo el futuro, de esperanzas y temores).
La vida queda atrás o por delante, pero nunca aquí, en estos pasillos que tantos desconocidos atraviesan y que nadie habita, estos transeúntes que se suceden, sustituyéndose unos a otros como una riada sin entidad; nunca en estos asientos donde aguardan seres que dormitan, aburridos o inquietos, expectantes o resignados, pero siempre ausentes entre la evocación y los sueños. En cierto modo, espectros (pues apenas están, y pronto no estarán). Eso es: hay algo espectral en las estaciones y en los aeropuertos (ver Langoliers, basada en Stephen King), y eso debe ser lo que hace que abandonarlos nos llene de alivio, aunque sea para precipitarnos en el siguiente.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado