¿Qué es lo que hace que una
persona ética, amable, sensible e inteligente se precipite en la irracionalidad
primitiva y violenta del nacionalismo? Es una pregunta que sigo repitiéndome
asombrado, al contemplar la disparatada ofuscación de muchos de mis paisanos, y
no se me ocurre más explicación que el instinto tribal. Elevada a fanatismo, la
tribu empuja a numerosas infamias colectivas (también alguna cosa buena, aunque
ahora no se me ocurre), aquí solo me detendré en esta.
A lo largo de más
del 90 % de nuestra historia hemos sido seres tribales, así que se entiende que
en el fondo apenas hayamos dejado de serlo, que sigamos llevándolo en las venas
como una tendencia profunda y poderosa. Nuestro sustrato primate tiene siempre
las de ganar frente a la delgada capa impresa en el cerebro por la
civilización; entre ambas, con una fuerza intermedia, estaría la tribu.
La tribu establece
el territorio, la distinción y la exclusividad. Parece resultar vital
diferenciar entre nosotros y los otros, concebir a los extraños como inferiores
y potencialmente enemigos, y considerar la tierra como una propiedad. Se comprende,
de hecho, que esto fuese así en una época en la que los recursos eran muy escasos
y estaban vinculados al territorio, por lo que la disposición de este marcaba
la diferencia entre sobrevivir o perecer. En cuanto a la prevención frente al
extraño, estaba plenamente justificada: pocas veces podía esperarse algo bueno
de los forasteros, que como poco se comportarían como rivales en el acaparamiento
de los recursos, y en muchos casos serían, abiertamente, enemigos que vendrían
con la intención de destruir, desvalijar o esclavizar.
La consistencia de
la tribu, por tanto, reside en el rechazo a lo foráneo y en su cohesión
interna. Ambos procesos son complementarios. Es imprescindible cerrar filas en
torno al propio grupo, magnificando su historia y su cultura, dotándolo de
atributos míticos y mágicos, expresando en símbolos su personalidad diferenciada
de los extraños pero compartida por los propios. El simbolismo es especialmente
importante para crear y mantener un sentimiento de pertenencia y de comunidad,
que reduzca el conflicto interno y lo canalice hacia el exterior, a menudo a
otra tribu fronteriza que es consagrada como la principal enemiga. Es tan
tópico como cierto que lo que más nos une a los humanos es declarar un enemigo
común.
Aun contando con todo ello, las disensiones internas y los enfrentamientos entre individuos o subgrupos siguen resultando inevitables. Desde el momento en que se implantan jerarquías, estas tienen que instaurar procedimientos para mantener su poder frente a competidores o disidentes. Al mismo tiempo, hace falta disponer de instrumentos que presionen a los individuos a no alejarse de la ortodoxia grupal. Los mecanismos represivos tienen un efecto inmediato y contundente, pero no se sostienen por sí mismos a largo plazo. También los códigos legales son frágiles en momentos de presión.
Aquí
interviene la principal fuerza simbólica de cohesión de la tribu: la tradición.
Su legitimidad va más allá del individuo, se remonta a pasados fundacionales, a
mitos de dioses y héroes, y en definitiva al conjunto de la tribu tomado como
abstracción, al meollo de su identidad trascendente: en el caso del
nacionalismo, el “pueblo” o la “nación”. Esa entidad sagrada está por encima de
cualquier derecho, reclamo, opinión individual. La fidelidad a la nación (la
tribu) cimenta la identidad personal y la pertenencia al grupo. Pero lo que podría
ser una entrañable fuente de sentido, así tomado demasiado a pecho, se hace
delirio exclusivista y nos sume en la brutalidad.
El propósito de la tribu es determinar a quién apoyar y a quién matar. Michael Walzer.
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