viernes, 13 de diciembre de 2019

Nacionalismo y tribu

El propósito de la tribu es determinar a quién apoyar y a quién matar. Michael Walzer.

¿Qué es lo que hace que una persona ética, amable, sensible e inteligente se precipite en la irracionalidad primitiva y violenta del nacionalismo? Es una pregunta que sigo repitiéndome asombrado, al contemplar la disparatada ofuscación de muchos de mis paisanos, y no se me ocurre más explicación que el instinto tribal. Elevada a fanatismo, la tribu empuja a numerosas infamias colectivas (también alguna cosa buena, aunque ahora no se me ocurre), aquí solo me detendré en esta.

A lo largo de más del 90 % de nuestra historia hemos sido seres tribales, así que se entiende que en el fondo apenas hayamos dejado de serlo, que sigamos llevándolo en las venas como una tendencia profunda y poderosa. Nuestro sustrato primate tiene siempre las de ganar frente a la delgada capa impresa en el cerebro por la civilización; entre ambas, con una fuerza intermedia, estaría la tribu.
La tribu establece el territorio, la distinción y la exclusividad. Parece resultar vital diferenciar entre nosotros y los otros, concebir a los extraños como inferiores y potencialmente enemigos, y considerar la tierra como una propiedad. Se comprende, de hecho, que esto fuese así en una época en la que los recursos eran muy escasos y estaban vinculados al territorio, por lo que la disposición de este marcaba la diferencia entre sobrevivir o perecer. En cuanto a la prevención frente al extraño, estaba plenamente justificada: pocas veces podía esperarse algo bueno de los forasteros, que como poco se comportarían como rivales en el acaparamiento de los recursos, y en muchos casos serían, abiertamente, enemigos que vendrían con la intención de destruir, desvalijar o esclavizar.
La consistencia de la tribu, por tanto, reside en el rechazo a lo foráneo y en su cohesión interna. Ambos procesos son complementarios. Es imprescindible cerrar filas en torno al propio grupo, magnificando su historia y su cultura, dotándolo de atributos míticos y mágicos, expresando en símbolos su personalidad diferenciada de los extraños pero compartida por los propios. El simbolismo es especialmente importante para crear y mantener un sentimiento de pertenencia y de comunidad, que reduzca el conflicto interno y lo canalice hacia el exterior, a menudo a otra tribu fronteriza que es consagrada como la principal enemiga. Es tan tópico como cierto que lo que más nos une a los humanos es declarar un enemigo común.

Aun contando con todo ello, las disensiones internas y los enfrentamientos entre individuos o subgrupos siguen resultando inevitables. Desde el momento en que se implantan jerarquías, estas tienen que instaurar procedimientos para mantener su poder frente a competidores o disidentes. Al mismo tiempo, hace falta disponer de instrumentos que presionen a los individuos a no alejarse de la ortodoxia grupal. Los mecanismos represivos tienen un efecto inmediato y contundente, pero no se sostienen por sí mismos a largo plazo. También los códigos legales son frágiles en momentos de presión.
Aquí interviene la principal fuerza simbólica de cohesión de la tribu: la tradición. Su legitimidad va más allá del individuo, se remonta a pasados fundacionales, a mitos de dioses y héroes, y en definitiva al conjunto de la tribu tomado como abstracción, al meollo de su identidad trascendente: en el caso del nacionalismo, el “pueblo” o la “nación”. Esa entidad sagrada está por encima de cualquier derecho, reclamo, opinión individual. La fidelidad a la nación (la tribu) cimenta la identidad personal y la pertenencia al grupo. Pero lo que podría ser una entrañable fuente de sentido, así tomado demasiado a pecho, se hace delirio exclusivista y nos sume en la brutalidad.

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