Cada día es más firme
mi sospecha de que la felicidad (lo más parecido a eso que llamamos felicidad,
dentro de lo humanamente alcanzable) consiste ante todo en pensar poco en la
propia felicidad, o sea, en uno mismo. Tal vez si dedicáramos menos tiempo a
pensar en nosotros (en lo perdido y lo sufrido, en cómo deberíamos ser, en lo
que deseamos y no tenemos, en lo que nos dan o no nos dan los demás…), tal vez
si nos tomáramos menos a pecho y nos obsesionáramos menos con mirarnos en el
espejo, llegaríamos a querernos más, es decir, a disfrutar de la vida (lo cual
incluye a veces sufrirla, qué le vamos a hacer).
Porque si al menos
nos observáramos con el ánimo de conocernos mejor, como proponía el Oráculo de
Delfos, hacerlo podría resultar interesante y constructivo; podría llevarnos,
incluso, a una cierta sabiduría. Pero pensamos en nosotros mismos (y casi
siempre también en los demás) como en algo incompleto y defectuoso que hay que
modelar, algo que requiere solución; es decir, nos convertimos en problema. Nos
tratamos como un problema, y, como en general no tenemos remedio, eso nos
convierte en seres constantemente preocupados, y permanentemente frustrados.
¿Merece la vida,
realmente, tanta preocupación? ¿Es tan grave que suframos fracasos,
dificultades o tristezas, como para estar dándoles vueltas, temiéndolos antes
de que sucedan y rumiándolos después de suceder? ¿Son tan importantes nuestros
deseos como para padecer para cumplirlos (pues nos remiten a una carencia, establecen
un conflicto, convocan a una batalla) y sufrir cuando los hemos cumplido (pues no
son lo que esperábamos, o reclaman nuevos deseos)? ¿Somos, nosotros, estos sacos
efímeros de presencia mortal y rosa, realmente un problema tan grave como para
que no resulte preferible dejar de tomarnos como problema, y vernos como una
oportunidad para la alegría?
No hay alegría en
mirarnos con lupa constantemente, en compararnos angustiosamente con los demás,
en tener tanto miedo de no dar la talla o de que la vida no dé la talla de
nuestras esperanzas. El que mira con angustia no puede hallar más que razones para
la angustia. La alegría, en cambio, mana de modo natural cuando miramos a otros
lado, cuando nos olvidamos de nosotros mismos y salimos a la calle a pecho descubierto,
prodigándonos como somos a la vida tal como es.
El amor es el mejor
camino para esa transformación, y quizá por eso lo deseamos tanto. El amor nos
vuelca por completo en el exterior, nos convierte en mera presencia entregada a
otra presencia. Solo en esa entrega reposamos, recuperamos el sentido y el
disfrute. El amor nos rescata de ese solipsismo en el que sucumbiríamos si no
fuese por su dulzura redentora.
Sartre consideró una
tragedia la irrupción de los otros en nuestro idilio interior. Se equivocó. El
supuesto idilio aboca, inevitablemente, al hastío: únicamente los demás pueden rescatarnos
de esa prisión de barrotes de oro que es la soledad. Nos rescatan, por
supuesto, para sufrir, porque ese es el único modo de gozar, como le explica el
zorro al Principito en su despedida:
―Si lloras será por tu
culpa ―dijo el Principito―. Yo no quise hacerte
ningún mal; pero tú insististe en que te domesticara.
―Es cierto ―dijo el zorro.
―¡Pero ahora vas a
llorar! ―dijo el Principito.
―Así es ―respondió el zorro.
―Entonces, no has
ganado nada.
―Sí he ganado ―dijo el zorro―. He ganado el color
del trigo.
El color del trigo,
ya lo sabrá el lector, era el mismo que el del cabello del Principito. Gracias
a la amistad, el mundo del zorro se había enriquecido de significados. El zorro
lloraría por la marcha del Principito, pero a partir de entonces, el trigo, que
para él nunca había significado nada, le “recordaría sus cabellos de oro, y
amaría el rumor del viento entre las espigas”.
Eso hace por nosotros
el amor: rescata al mundo de la indiferencia (y a cada cual de su propio laberinto
solitario) y lo llena de sentido. Y para eso hay que salir al mundo y amarlo,
es decir, olvidarse por un momento de uno mismo, reconocer el centro del
universo fuera y girar, mansa y silenciosamente, en torno a él.
La meditación es una
práctica de atención que ejerce el mismo efecto: sacarnos de la cháchara mental
y provocar un estado de pura presencia. Su camino parece contrario al del amor,
y en cierto modo lo es: el amor es apego, es profusión de significados; la
meditación, en cambio, se basa en no implicarse con los movimientos de la mente
y del afecto, busca el desapego y el vacío. Sin embargo, esa aparente
diferencia desaparece si miramos con detalle: tanto el amor como la meditación
nos sacan de nosotros mismos, de nuestro pensamiento atiborrado y compulsivo.
Así que lo que necesitamos es pensar un poco menos en
nosotros mismos. Sea pasando un rato con la pareja, con los hijos o con un
amigo, sin objeto, por el mero hecho de estar y sentirse estando; sea
escuchando música o leyendo un libro; sea entregándonos a una actividad grata y
entretenida; sea dando un paseo o practicando meditación: eso que los
psicólogos han llamado “estado de flujo”, no es más que el gozo de salir de uno
mismo y encandilarse con la maravilla del mero existir. Dejémonos estar un
rato: al fin y al cabo, ya nos tenemos demasiado vistos. Ahí reside el sosiego
y la satisfacción, ahí reside la felicidad.
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