La disonancia, para
bien y para mal, simplifica la vida ―especialmente la vida social, cuya
complejidad tiende al infinito―.
La disonancia, con su divisa “más de lo mismo”, nos permite perfilar con trazo
grueso nuestras convicciones sobre los que nos rodean, estrechando las
cercanías y ahondando las distancias. Acentuar una hipótesis nos ofrece la
posibilidad de manejarla como axioma, lo cual es poco riguroso, pero muy
práctico. Nos permite tomar decisiones y vivir con la sensación de una cierta
coherencia. Se disipan los matices de duda con respecto a quien nos inspira
simpatía, consagrándolo como amigo, y se reafirman las razones para rechazar al
que no entró en nuestra vida con buen pie. El universo humano se polariza en
torno a nosotros, y las relaciones se hacen llevaderas y previsibles: lo
contrario implicaría un aterrador caos en el que no sabríamos a qué atenernos.
Una vez definida una
convicción, la disonancia es la guardiana de su estabilidad. Hace acopio de
todos los detalles que le dan la razón, y corre tupidos velos sobre aquellos
que podrían cuestionarla. Por eso tiene que actuar con especial esmero en los
períodos de crisis, aquellos en los que la realidad es tan tozuda que resulta
difícil seguir pasándola por alto: cuando el amigo ha fallado tanto que la
amistad se tambalea, o cuando la persona odiosa nos procuró un inesperado
favor. Que al final nuestro criterio se modifique, o no, depende de muchas
variables: la acumulación de sucesos en una u otra dirección, la importancia
relativa de cada uno de ellos, lo que más nos conviene en un determinado
momento… En todas ellas sigue hundiendo el cazo la disonancia, poniendo por
aquí o apartando a un lado por allá, dando pequeños retoques o destacando
detalles, coleccionando o descartando argumentos, añadiendo o retirando los
pesos que inclinan la balanza.
¿Dónde se da la disonancia
por vencida? ¿Existe un umbral a partir del cual, por ejemplo, quepa considerar
una relación inviable, una masa crítica desde donde tienda claramente a la
disgregación? Aun habiéndolo, sería imposible definirlo: lo humano es siempre
demasiado inestable, demasiado complejo, demasiado variable, demasiado cargado
de valencias contradictorias. Parece más útil pensar en una “zona de
inestabilidad”, en la que las certezas se diluyen o las posibilidades se
amplían, y donde se daría el más enconado estira y afloja entre las obstinaciones
de nuestras inercias y los estampidos de la realidad. O sea, donde el ascendente
de la disonancia se tambalea y nos vemos obligados a revisar nuestras convicciones.
Cada paso forma parte
de una disyuntiva, pero algunos son trascendentales, y no podemos cruzar la calle
sin mirar antes a ambos lados. Por otra parte, como nos aleccionó Sartre, hay que
elegir. Mi pareja me ha sido infiel: ¿le doy otra oportunidad y apuesto por
defender la relación, o bien la considero tocada de muerte y la doy por
perdida? La vida está llena de estos dilemas, que nos urgen a dar una respuesta
sin conocer todas las implicaciones del suceso ni disponer de la posibilidad de
calibrar todas las consecuencias de cada posible decisión. A menudo necesitamos
un tiempo de ambigüedad, un margen que nos permita saber más y tantear las
posibilidades. Pero ni el tiempo ni la reflexión son garantía de claridad:
muchas veces sucede lo contrario, cuantas más cosas sabemos, cuantas más
vueltas damos, mayor es nuestra confusión. Analizar la incertidumbre, a menudo,
solo nos sirve para ser más conscientes de ella. Porque suele suceder que cada
alternativa tiene sus ventajas y sus desventajas, sus ganancias y sus pérdidas,
y porque, además, desconocemos el futuro, tan aficionado a reservarnos sorpresas.
También lo dijo Sartre: estamos solos ante la obligación de la libertad.
Las circunstancias de
la vida cambian, nosotros cambiamos: lo que parecía definitivo muestra su fragilidad,
los altibajos son inevitables. A veces la grieta se ensancha a nuestro pesar:
la distancia, los nuevos contextos, una circunstancia que nadie podía prever,
diluyen la firmeza del vínculo. Lo nuevo compite con lo viejo y le plantea
nuevos desafíos, obligándole a ensancharse o a desmoronarse. El simple hecho de
un tiempo de alejamiento puede bastar para que un vínculo se debilite y acabe
por resquebrajarse. La disonancia apoya siempre al que se perfila como ganador:
es conservadora mientras prima la seguridad, y conspiradora cuando lo nuevo se
impone. La disonancia es ese empujoncito que a veces nos falta para salir del
marasmo y decantarnos al fin por una opción. Que esta sea acertada o no, ya
depende de otras cosas: tampoco podemos pedirle tanto.
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