sábado, 2 de marzo de 2019

Conversaciones con extraños

A veces, cuando paseo o viajo solo, me asalta la curiosidad sobre algún detalle de la vida de las gentes con las que me cruzo. A un campesino me gustaría preguntarle cómo se las arregla para que le salga a cuenta su duro trabajo; a una muchacha le pediría su opinión sobre ese libro que está leyendo; a un viejo, si los años le han servido para librarse de la amargura.
Pocas veces me animo a entablar conversación. La gente siempre está deseando charlar de lo que sea, pero en general le intimida que se le dirija un extraño, especialmente a las jóvenes, que suelen ponerse a la defensiva. Y hacen bien, porque ese primer impulso en el que alguien se nos dirige tiene siempre algo de intromisión y mucho de incertidumbre, y hay que empezar por el trabajo de descifrar cuáles son las verdaderas intenciones del otro, siempre inquietantes. ¿A qué viene su desembarco en mi mundo? ¿Se propondrá manipularme, engañarme, asaltarme, forzarme? ¿Hacia qué interés propio pretenderá conducirme? ¿En qué papel de su teatro personal intentará encajarme? La llegada del otro, como tan bien explicó Sartre, es un sobresalto en sí misma, y lo es sobre todo por lo que puede llegar a ser.
Tiene sentido que para suavizar esos sobresaltos del primer contacto la costumbre haya establecido todo un abanico de cautelosos protocolos. Saludamos, nos dirigimos en forma de pregunta, pedimos perdón de antemano esto del perdón es divertido, como si nuestra entrada fuera en sí misma una intromisión y una ofensa, enfatizamos nuestra buena voluntad anteponiendo un “por favor”… Hay quien no hace nada de todo eso, quien suelta a bocajarro su pregunta o su demanda, y lo curioso es que no suele pasar nada, pero desde el otro lado, hay que reconocerlo, lo percibimos como una cierta insolencia…

Así que, por ahorrarme ese episodio de emociones encontradas, a menudo me resisto, incluso, a preguntar a los dependientes dónde encontrar un artículo determinado. Y ya no digamos una simple cuestión de curiosidad, como las que mencionaba más arriba. Y, sin embargo, cuando me animo suelo comprobar que la mayoría de la gente está ansiosa por hablar, lo cual demuestra hasta qué punto la principal utilidad de las palabras es servirnos para estar juntos.
El afán por la charla es una puerta abierta al encuentro, pero para mí, que soy de pocas palabras, se convierte en otra razón para mantener la distancia: confieso, algo avergonzado, que la palabrería, que a otros entretiene, a mí me fatiga pronto, y lo peor es que no sé escabullirme de ella con naturalidad, y fácilmente quedo atrapado por los interlocutores empedernidos. Tal vez mi curiosidad por los demás sea más endeble de lo que tiendo a creer.

Uno de mis mejores amigos era un maestro en esto de hurgar con parsimonia, ternura y también humor en el tejido íntimo de las gentes. Esa afición al espectáculo humano le procuró muchas curiosidades felices, y algunos testimonios impactantes que solía evocar con mucha pedagogía. Mi amigo sabía expresar un sincero interés que predisponía a la confidencia. No escatimaba preguntas comprometidas ni opiniones arriesgadas, infundiéndole a uno la impresión de que los detalles de su vida, trivial y vulgar, podían equipararse a los de una tragedia griega. Le conmovía especialmente el sufrimiento, pero no faltaba en su mirada ese punto de humor tierno de quien conoce bien los entresijos del trasiego humano. Atesoraba montones de anécdotas ejemplares, de las que echaba mano para ilustrar con viveza sus ocurrencias. ¡Cuánto ingenio! ¡Cuánta mano izquierda! ¡Cuánto sincero aprecio de la gente, que siempre le prodigaba sus confesiones entre la admiración y la simpatía! Siempre le envidié un poco ese don que nunca estaría a mi alcance, en parte por timidez, pero sobre todo porque yo era incapaz de sentir tanta afición como él por la vida de los demás.
No puedo evitar evocar a mi amigo cuando leo los libros de viajes de Camilo José Cela; me da la impresión de que el nobel gallego y él eran parecidos en esta naturalidad para el diálogo con los extraños. En el Viaje a la Alcarria, o en cualquier otro de sus libros de andariego, Cela nos relata decenas de encuentros con gentes de todo tipo: vagabundos, alcaldes, tenderos… El caminante intima con personajes de lo más estrafalario. Les sigue la corriente sin maldad, les deja hacer sin intención, y eso suele despertar su confianza y le procura sabrosos compañeros de viaje, que le cuentan sus vidas mezclando verdades con extravagantes invenciones. Son especialmente entrañables los encuentros con niños, como el del redicho Armando Mondéjar López, que se le ofrece a acompañarle unos hectómetros… Con las mujeres la cosa ya es más complicada, sobre todo con las jóvenes, que lo miran de lejos o lo ignoran, o se le ofenden, vete a saber con qué morbosa razón, como en la escena con las hermanas mesoneras. Él lo encaja todo con discreción de filósofo griego o de peregrino apátrida, y en esa serenidad de espíritu reside buena parte de su facilidad para seguir cruzando lazos con la gente.

Una facilidad que, ¡qué le vamos a hacer!, debo admitir que yo no tengo. Un don que requiere interés genuino, naturalidad, y también elegancia, sinceridad y una sonrisa cálida y compasiva. Para parecerme a Cela o a mi querido amigo perdido, me haría falta saber tomarme a bien los desafueros de la gente, esas pequeñas insolencias, esas súbitas indignaciones, ese empeño de tantos por demostrar que uno es un pardillo y tiene mucho que aprender de la vida cosa que por otra parte es cierta, pero, ¡qué incómodo es que le obliguen a uno a ponerse, sin quererlo, en el lugar de discípulo, y no saber ya cómo salir de ahí!.
Creo que, más que nada, carezco de la habilidad de escapar cuando es el momento y no quedar atrapado. Porque no implica solo seguir a merced de su verborrea, sino, ante todo, de los incómodos papeles que nos impone su reparto personal. También, tengo que confesarlo, debe faltarme paciencia. Por eso suelo caminar solo y me lo pienso antes de preguntarle a nadie por una calle, o de comentar el tiempo que hace. No digamos ya preguntas comprometedoras, que den pie a súbitas complicidades: un peligro mortal. Conversar con extraños es un don que no me ha sido concedido.

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