Si están
mirando el presente con los ojos del pasado, nunca comprenderán la cosa viva. Krishnamurti.
Todos
tenemos relatos fundamentalistas sobre nosotros mismos, historias que nos
tomamos al pie de la letra y en las que creemos devotamente. Thomas Moore.
El tiempo es un niño
travieso que nos empuja antes de salir corriendo. Es cierto que no hay más
realidad que el presente, y que no se puede vivir fuera de él. Sin embargo,
¿qué sería de nosotros sin la memoria? En el pasado no encontramos solo lo que
fuimos, encontramos lo que somos, porque construimos ―hoy― nuestra imagen de
nosotros mismos en función de lo que hemos sido. El hoy es el hecho puro, sin
significado; es el material en bruto: aún no tiene narrativa, o si la tiene es
porque en él concluye lo que llevamos escrito de nuestra historia. Para eso
necesitamos el pasado: no para regresar a él ―cosa que es imposible, que ni siquiera es
deseable a pesar de la nostalgia―, sino para reconstruirlo una y otra vez
desde el presente y darle así a este cimientos y extensión.
Dicen que la memoria
no es un almacén, que los recuerdos no son vestigios como los que encontramos
en un desván. Dicen que la memoria es como los sueños, que utiliza las huellas
del tiempo para recrearse constantemente. En realidad ―dicen―, no recordamos, sino
que armamos recuerdos con piezas dispersas que han quedado tiradas por los
trasteros del alma. Nuestra vida es un relato que nos contamos una y otra vez,
y seguramente cada vez es distinto. Pero las estampas han quedado de algún modo
ahí, amontonadas, enterradas como en estratos a la espera de nuestro trabajo de
arqueólogos, nuestra poética tarea de rescatarlas e interpretarlas.
Yo debo ser mal
arqueólogo, porque suelo encontrar pocos vestigios. O bien fui un mal habitante
del mundo, y presté poca atención, y por eso he perdido casi todo. Tengo tan
pocas piezas que, muchas veces, ni siquiera puedo rellenar los huecos con la
fantasía. Hay muchas cosas que ni siquiera sé si sucedieron realmente, o si las
confundo con ocurrencias o con sueños. Mi memoria es una memoria de la ausencia,
con grandes vacíos y rastros aislados.
¿Dónde estaba
mientras discurría mi vida? “La vida es lo que te sucede mientras estás ocupado
haciendo otros planes”, cantaba John Lennon, y eso retrata bastante bien lo
ausentes que estamos todos mientras vivimos. En lugar de prestar atención al
presente que se despliega ante nuestros ojos, atravesamos los sucesos como
hipnotizados por nosotros mismos: por nuestras fantasías, por nuestros temores,
por nuestros presentimientos, por nuestros deseos… Somos incapaces de ver más
allá de nuestro reflejo, como Narciso. Yo sé que he estado particularmente
sumido en todo eso, que es imaginario, preso de la angustia…, la misma angustia
que se habría visto aliviada si hubiese puesto, como decía Neruda, mi
residencia en la tierra.
Porque tienen razón
los budistas: sufrir es sobre todo estar ausente, es hundirse en la penumbra,
en lugar de mirar a la luz que uno tiene alrededor. Incluso cuando lo que
tenemos no nos gusta, incluso cuando nos hace sufrir, casi siempre es
preferible a revolver morbosamente el fango de nuestra alma atormentada. ¿Y
cuál era mi tormento? Amargura, rabia, y sobre todo miedo: miedo de salir sin
abrigo a la vida, de quedar demasiado expuesto, de no tener qué oponerle al
sufrimiento, de no saber qué hacer con la alegría… Estaba demasiado herido:
demasiadas veces, demasiado hondo… En fin, no me sentía capaz de vivir, y tener
que hacerlo solo me producía desamparo.
Pero, ¿tan grave
debía ser lo que había pasado? En vano escarbo hasta lo más hondo que puedo, en
busca de golpes que justificaran que yo me sintiera así. Mi infancia se me antoja
bastante normal, incluso feliz en algunos detalles, y no creo que fuese más infortunado
que muchos otros. Tuve maestros, amigos y sueños. Aunque todo eso guardaba poca
consistencia: es verdad que crecí torcido, sintiéndome solo y acostumbrándome a
no esperar nada de los demás. Los otros fueron consolidándose como un mito de
promesas y peligros, y por eso ya nunca aprendería a tratarlos como son en
realidad: yo creía que soñaba con amores, y es cierto que los deseaba, pero los
temía tanto que había de pasarme la vida huyendo. Eso me hace pensar que quizá me
tomé mis adversidades demasiado a pecho: los desencuentros de mis padres, la
sensación de sentirme perdido sin remisión al creerlos perdidos a ellos. Para
la adolescencia ya tenía demasiado metida la tristeza en el alma, mi tallo ya
estaba raquítico y mis hojas mustias.
Intenté recuperarme
de aquella infancia y aquella adolescencia que pasé perdido por pantanos, pero
no lo conseguí. Parece mentira que en dos décadas ―tirando largo, porque
tal vez sea en una― nos lo juguemos
todo. El amor (darlo y recibirlo) se aprende pronto o ya no se aprende, o como
mucho ya se aprende mal. Y quien dice el amor dice la confianza, el encuentro
sereno, el intercambio afable. Quien dice el amor dice la amistad, el gozo de
la presencia. Leí y fantaseé que podía arreglarme a fuerza de empeño, de
estudio; creí que para mi cura bastaría con cumplir mis responsabilidades y
acudir a las sesiones de terapia. Pero no había manera de sacar nada en claro
de los libros ni de las reflexiones, ni tampoco de las sesiones interminables
con los psicólogos: no hacía más que dar vueltas en círculo sobre el meollo de
mi dolor, al que debía tener tanto miedo que no me atreví a asomarme, ni
siquiera de la mano de quien habría podido hacerme sentir seguro.
Tuve que seguir
renunciando. Ninguna intimidad me funcionó, porque era incapaz de entregarme.
Cometí muchos errores, aun a sabiendas, con la esperanza de que algo me salvara.
La mayoría de mis amigos fueron perdiéndose por el camino, porque los lazos
eran débiles y se rompían fácilmente al soltar amarras. Y eso fue lo que hice:
marcharme en cuanto podía. Y sin embargo también sucedieron maravillas: un
puñado de amistades del alma y un hijo. Y un trabajo en el que me he sentido
útil, en el que podía representar la ternura con la suficiente distancia como
para no temer que me atrapara. Y la edad, que me fue entrando en aguas más
cansadas y por tanto más tranquilas, que me enseñó, al menos, a desistir de la
tierra prometida que había buscado desesperadamente, y que por eso me
reconcilió con la soledad a la que tanto había repudiado.
No fundé esa dicha de
una pieza con la que había soñado, pero sí una alegría serena de senderos
escondidos y pequeños arroyos. Me retiré, como los poetas, a mi cabaña (metafórica)
en el bosque, y procuré poner mis pies bien firmes sobre la tierra, ararla y
cosechar sus frutos. Aquella ansia de la juventud se desvaneció con ella; ya no
es tempestuosa, aunque algo de ella sigue quedando porque a menudo noto que
vibra el suelo. Lo principal es que ya no me quejo, que ya puedo mirar el mundo
sin reclamarle nada. No es un mal otoño.
Pero cuando miro
atrás para saber de mí, descubro cuánto se me ha quedado por el camino, qué
ausente estuve toda la vida. Y me siento un poco triste por no poder acordarme
de cosas que me importan. No recuerdo apenas mis juegos de infancia, cuando
quedábamos en casa de mis amigos y nos inventábamos películas y organizábamos
fiestas. Se me han olvidado tantos olores felices de la casa de mi tía en el
pueblo, donde veraneábamos. No recuerdo de qué hablé con aquella chica de la
universidad que tanto me gustaba. No consigo recordar cómo conocí a aquella
mujer buena con la que tal vez habría sido feliz si no hubiese preferido reservarme
para aventuras más emocionantes, de las que solo me quedan amarguras. Hay
tantos trenes que olvidé, tantos compañeros que se me desprendieron del corazón
y la memoria…
En fin, no queda sino
aceptarlo. Estuve ausente. Si hubiese prestado un poco más de atención quizás
habría descubierto que no me faltó tanto amor ni tanta alegría como pensaba.
Que, a pesar del dolor, el mundo fue generoso. Y tal vez entonces habría sido
capaz de quedarme en algún sitio.
Pero quién sabe cómo
habría sido el destino si hubiese discurrido por otros cauces. Somos nuestra historia:
si la cambiáramos, ya seríamos otros. Hay que hacer las paces con el pasado y
dejarlo marchar tal como fue; despedirse de los recuerdos que se tienen y
encajar la pérdida de los que no se tienen. En esto, he tenido la suerte de descubrirlo,
ayuda mucho tener un hijo, porque a través de él uno concibe un sentido para
haber estado aquí, y se enamora del futuro como si hubiese de ser suyo. Lo que
sucedió desembocó en lo que soy; y no soy, ni puedo ser, otra cosa. Vuelvo al
lugar donde me encuentro y contemplo el paisaje. Tal vez así pueda construir, por
fin, una memoria de presencia.
Qué maravilla de texto!!
ResponderEliminarMuchas gracias por expresarlo y escribirlo con esa armonía en las frases...cada idea, cada pequeña observación que irá ubicandonos donde el instinto nos indique, siempre que la razón no piensa otra cosa, claro...todas estas vueltas aquí abajo, para què? Creo que lo que sí necesitamos para cambiar las cosas, es la motivación. Eso genera tenacidad, sensatez y paciencia
Totalmente de acuerdo. La motivación está siempre en el punto de partida: de la tenacidad, puesto que es la energía que mueve; de la sensatez, puesto que nos mantiene alerta; de la paciencia, ya que se opone al desánimo.
ResponderEliminarHablaba de mi hijo, y eso es justamente lo que me aportó: sentido y motivación. En definitiva, futuro, ya que de pronto aligeró todo ese pasado que lamentaba haber perdido...
Tu comentario aporta mucho en pocas palabras. Gracias.