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Lo arduo de la libertad

Vivir es un viaje abigarrado y difícil. La vida levanta la materia en un salto improbable que se opone a todo: a la pacífica gravedad mineral, a la escasez y al exceso, al desgaste del tiempo, al aumento universal del desorden… Los astrónomos buscan planetas habitables, y solo esa tarea ya es exquisitamente ardua: las estrellas, los planetas, las temperaturas, los gases, todo tiene que haber llegado a un raro equilibrio. Y ni aun las condiciones propicias hacen probable la vida: aún falta la concurrencia de incontables azares, su confluencia en un punto donde el acontecer contra corriente se haga milagro. “Lo raro es vivir”, escribe Carmen Martín Gaite. La vida es una excepción fruto de mil excepciones, y a cada minuto una legión de fuerzas atentan contra tanta complejidad, reclamándole el regreso a la sencillez.


¿Y hay algo más simple que morir? Basta con esperar. Morir es el punto de llegada ineludible del salto de la vida, allá donde se vuelve a la horizontalidad y concluye el intento. La muerte es la interrupción de lo excepcional, y su retorno a la línea de base. Si la vida requiere fuerza y esfuerzo, y tal vez un cierto desquiciamiento, morir se impone por sí mismo, sucede siempre y en paz. Todo ayuda en su camino; nada lo cansa, nada lo contradice, nada lo impide. Eso es simpleza.
¿Cómo no va a gastarnos la vida, si es excepción y complejidad? Una y otra vez hay que reafirmarla, y para ello tenemos que oponernos sin pausa a lo que conspira contra ella, que es todo, incluida ella misma. La vida tiene que reconstruirse y justificarse a cada instante: aún tengo ganas de seguir, aún me quedan fuerzas, aún soy capaz… El proyecto humano, versión particularmente compleja de la vida, cae y se vuelve a levantar una y otra vez, hasta que cae definitivamente. Mientras dura es un empeño. El mismo que el poeta francés Paul Valéry, en su Cementerio marino, vislumbraba con gozoso asombro ante el mar que no cesa de recrearse, las olas que irrumpen sin tregua… ¿desde dónde?

La vida humana: un empeño loco y trabajoso, lleno de ruido y furia, pero también de luz y poesía. Cada día es una tarea, como nos recordó Ortega y Gasset: la tarea de construirnos proyectándonos hacia la nada del futuro, de ir abriéndonos paso entre la infinitud de posibilidades (diría Heidegger), de inventarnos (diría Sartre)… ¿Puede concebirse mayor misterio que la libertad, una expresión más pura de la complejidad de lo humano? Todo determinismo es el sueño del regreso a la simplicidad, que nos contradice pero a la vez nos sosiega. Cada vez que descubrimos algo que nos condiciona nos parece descansar un poco. “Yo soy rebelde porque el mundo me hizo así”, cantaba Jeanette hace tantos años, conmoviéndonos con ese aire de niña triste y desolada. Pero tras cada determinismo asoma de nuevo la posibilidad de elegir: tal vez el mundo te hizo rebelde, pero comportarte como tal, o no hacerlo, es una decisión tuya. Aun empujándote todo a la rebeldía, podrías optar por oponerte a ella. “Ni siquiera concibo una vida sin rebeldía, tan profunda fue la marca que recibí. ¿Cómo podría elegir lo que no concibo?” Como se elige todo lo inaudito: por empeño. Por voluntad creadora.
En esa elección a contrapelo es donde se fragua la ética. Cuando nos dejamos arrastrar por los determinismos, asumimos la simplicidad: dejar hacer a lo que nos condiciona. Eso es lo probable, y por tanto lo fácil. Es el mundo eligiendo por nosotros, empujándonos en su riada. Nuestros condicionamientos dan cuenta de buena parte de lo que somos, por supuesto, ahí reside la base de todas las ciencias humanas, que buscan esas regularidades previsibles de nuestro comportamiento. Nos explican, pues, pero no nos justifican. Para justificarnos hace falta una elección, es decir, tiene que haber consciencia y libertad. Un ser humano predeterminado no puede justificarse, sencillamente actúa por programación natural. Le falta aún lo más característicamente humano. Si no puedes evitar ser cruel, por ejemplo, entonces eres literalmente inhumano.
Pero si puedes evitarlo, si puedes optar por otra cosa, entonces regresas al meollo de tu humanidad. A cambio, ya no puedes refugiarte en determinismos. Sartre llamaba mala fe a ese recurso falaz tras el cual, tan a menudo, ocultamos nuestras decisiones. “El hombre es aquello que hace con lo que hicieron de él”, sentenció con una lucidez inédita. Condenados a la libertad, sin posibles componendas, nos quedamos solos con nuestra responsabilidad. Asumirla es un comienzo. Es asumir que, definitivamente, hemos sido expulsados de la simpleza; que nuestro patrimonio es la complejidad.
Alguien que da la vida por salvar la de otra persona es un glorioso ejemplo de esa opción por la complejidad. Si admiramos su gesta es precisamente porque va en contra de los determinismos. ¿O tal vez existirá un determinismo más profundo, más secreto, más complejo, que nos impulse a esa excepcionalidad que es el altruismo? Los psicólogos sociales han sugerido la posibilidad de que llevemos el altruismo en los genes, y explican que pudo ser una conducta que favoreciera nuestra supervivencia como especie. Visto así, el heroísmo no parece tan admirable. Sin embargo, nuestro héroe aún pudo elegir, y probablemente su decisión no fue fácil: perderlo todo para que otro, tal vez un desconocido, gane algo… Aun considerándonos una mera lucha soterrada de genes, siempre queda la decisión que opta por ir a favor de unos en detrimento de otros (pues los genes también tienen sus dilemas). El valor y la cobardía son nuestras respuestas a los condicionamientos; podemos comprender ambos, pero uno nos parece mejor que el otro. Esa evaluación resume la ética.

¿Debemos concluir, entonces, que lo difícil es siempre mejor, como han dicho algunos? No necesariamente. Más bien hay que pensarlo al revés: lo mejor es siempre difícil; y probablemente, la mayoría de las veces, lo sea más que lo peor. Una minuciosa operación de venganza es difícil; perdonar, seguramente, lo es más. Sin embargo, me temo que Nietzsche no estaría de acuerdo, y consideraría el perdón una debilidad propia de pusilánimes: al fin y al cabo, al perdonar nos exponemos menos a las represalias de nuestros enemigos, nos decantamos por la seguridad de la avenencia. Se puede perdonar por debilidad, pero, si somos débiles, perdonar tal vez sea lo más inteligente. ¿Regreso a la sencillez? Tal vez sí. Pero elección, al fin y al cabo. Algo que se gana y algo que se pierde. Eso es lo arduo, diría José Antonio Marina, y no lo es menos porque hayamos elegido lo que nos conviene.
La muerte es sencilla; la vida es difícil. Dentro de la vida, pensar y elegir por uno mismo, asumiendo la responsabilidad al hacerlo, es más difícil aún. ¿Qué pensar de la mujer maltratada que perdona y acaba asesinada por su cónyuge agresor? Puede que para ella lo difícil hubiera sido romper esa relación insana y marcharse. En este caso, el perdón quizá fruto del miedo se le hizo más llevadero, y elegirlo fue su perdición. Seguramente necesita ayuda, seguramente deshacer el lazo fatídico se le hizo demasiado grande. Ella fue la víctima y por eso nos parece que su asesino fue el verdadero responsable. Sin embargo, ponerse en el lugar de víctima también es una elección. Comprensible, por supuesto justificable, pero elección al fin. Se puede, se debe ayudar a quien actúa movido por una debilidad, pero en última instancia siempre habrá un margen al que no podemos, no debemos llegar: el de la libertad. El margen de la complejidad que pertenece, en exclusiva, a cada ser humano.
No podemos escapar a la complejidad, como tampoco a la entropía, que es el implacable regreso a la sencillez. Como no podemos dejar de ser mientras somos, ni evitar que lo que somos deje de ser un día. Lo nuestro es pasar, lo nuestro es elegir: alegría de la complejidad.

¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es.
Viktor Frankl.

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