Uno siente la vida más difícil y más triste al asistir a esta
demolición de la convivencia y la sensatez que ha desatado la soberbia
nacionalista en mi país, obligándonos a vivir en una tensión sin tregua, a tambalearnos
como quien da torpes pasos al borde de precipicios insondables, abrumado de
temor y temblor. Con tajante escoplo y brutal maza han arremetido contra los
muros de la patria mía, ciegos de no sé qué delirio que urdieron a fuerza de rencores
y avaricias.
Han quebrado sin piedad todos los diques de la cordura, y por las aguas
cargadas de ruido y furia de su río revuelto bajan pedazos de tejados de lo que
fueron casas donde se podía habitar, anaqueles desvencijados donde se guardaban
fotos de familia, sueños y esperanzas compartidos, y retorcidos harapos de lo
que un día fueron hermosos lienzos de esperanza.
Lo han demolido todo sin miramiento, eso que era tuyo y mío y que se
apropiaron con nocturnidad y alevosía, obcecados en convertirlo en ruinas antes
que devolvérnoslo. Y cuando, a veces, las aguas se calman lo bastante para traslucir
el fondo, vislumbramos el lodo de amargura, el fango de angustia y de pesadumbre
que nos están dejando por legado.
“¡Qué día más triste!” se lamentaba una conocida al saber la noticia de
que algunos de los responsables de esta tropelía estaban entre
rejas. Ella es de los que creen, o dicen creer, o se empeñan en creer que se
trata de víctimas o mártires, de héroes de una contienda que a ella le parece,
o dice que le parece, o se empeña en que le parezca por la libertad y la
justicia.
“¡Qué día más triste!”, dijo, y yo me quedé conmovido por su sincero
lamento, por su dolor incuestionablemente verdadero ante la desgracia de quienes
le parecen héroes. Y yo que no los veo a través del mito o del ensueño, yo que
distingo claramente sus rostros diabólicos y perversos, pensé en la exclamación
de mi conocida y no logré sentirme contento, también me traspasó la congoja.
Pero no por ellos, no por su suerte de tiranos sometidos, no por el castigo que puedan haberse ganado a pulso, haciendo tanto daño; sino por esta miseria violenta a
la que nos han traído, esta tierra que nos han dejado yerma, esta atmósfera asfixiante
de pesar y humo, esta ordalía de desencuentro y rabia, esta pobreza tan hundida
en la carne del espíritu.
No nos lo merecíamos. La mayoría pasamos la vida trabajando y procurando
querer bien. No es que corran tiempos buenos ni justos, en los que recostarse
plácidamente; hay mucho trabajo que hacer y muchos pulsos que encarar, pero
parecía posible vivir y dejar vivir.
Ya sabíamos de la meticulosa, empecinada, intrigante tarea de los
insolidarios y los fanáticos forjadores de patrias. Ya sufríamos sus atropellos
y sus arbitrariedades, en nombre de una justicia inventada por ellos y aplicada
a su medida, que proclamaba, como los cerdos de Rebelión en la granja,
una igualdad en la que algunos son más iguales que otros. En fin, aprendimos a callar
y a ceder, pensando que ya habría oportunidad de rectificar, y que mientras tanto
podíamos contar, al menos, con un cierto respeto elemental.
Cada cual defendía sus
diferencias, sus nostalgias, sus más dolorosas cicatrices, pero las
sobrellevábamos a golpes de esperanza. ¿O acaso nos engañábamos? ¿Quizá,
mientras unos lo querían todo y otros se sentían cada vez más arrinconados, se
estaban ensanchando las fisuras que acabarían abriendo abismos entre nosotros? Hay
avances que, si no se frenan a tiempo, se vuelven, de pura prepotencia,
imparables. No teníamos que haber vendido nuestra dignidad por un plato de
lentejas: los que se apropian nunca tienen bastante.
Así
que los que avasallaban tienen la culpa, pero hicimos mal en transigir con su
injusta arrogancia. Preferíamos callar para tener la fiesta en paz, sin darnos
cuenta, o sin querer ver, que la guerra había empezado y ya había marcas en
nuestras puertas. Pero yo creo que la mayoría de unos y otros sosteníamos que
no se llegaría demasiado lejos. Irrumpió entonces quien no tuvo reparos para
hacerlo. Reclutó a los que salieron entusiastas a recibirle, y arrinconó a los
que ya solían quedarse a un lado, los que, amedrentados o indignados, habían
aprendido bien la indefensión.
Todos, en fin, fuimos uncidos y arrastrados por la arena. La quimera de
algunos acabó en desengaño; el sometimiento de otros, en mayor humillación.
Cada cual quiso rebelarse a su manera, pero nadie llegó muy lejos y, en fin,
todos perdimos. Perdimos la oportunidad de entendernos, de dialogar, de
reinventar una justicia que no dejara a nadie fuera. Tanta ruina solo puede
complacer a los oportunistas y a los exaltados.
¿Cómo, pues, no estar triste? Triste con la tristeza de Spinoza, que la
entendía como una pérdida de vitalidad, de ímpetu, de vigor. “La tristeza es
una pasión que conduce al alma a una perfección menor”. ¿Y no es eso lo que nos
ha sucedido, lo que aún nos sucede? ¿Qué grandeza hay en este carnaval del
despropósito? Perfección menor: sin duda, y labrada a fondo, y por tanto tiempo
que quién sabe qué quedará de nosotros cuando volvamos a levantar cabeza.
¿Cómo, pues, no estar triste? Triste de pena negra, como cantarían los trágicos
gitanos de Federico García Lorca. Hoy todos somos gitanos: tan tristes, tan
bravos, tan desgarrados.
No me recuerdes el
mar,
que la pena negra brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.
¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!
que la pena negra brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.
¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!
Yo no lamento lo mismo que mi conocida, sino más bien lo
contrario; pero me pone triste su tristeza. Porque sé que es la mía. Y porque
sé que nunca podré decírselo. A esto nos han reducido. Nadie de bien puede
quererlo. ¡Qué pena tan lastimosa!
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