No sé dónde leí (creo
que en algún escrito junguiano) que el hombre pasa dos grandes trances en su
desarrollo: primero, el abandono de la condición de niño y el ingreso en la
condición de adulto, que en las sociedades antiguas era marcado por duras
pruebas iniciáticas; y segundo, la entrada en la condición de padre
(progenitor, protector, velador de la prioridad de la nueva generación).
El primer paso
implica un tránsito espiritual de la inocencia más o menos desentendida ―ser protegido y
cuidado― a la responsabilidad
de ocupar un sitio de igual en el grupo ―lo cual implica hacerse cargo de uno mismo y,
ulteriormente, proteger y cuidar―. Los nuevos privilegios van aparejados a
nuevos deberes. En el plano simbólico, uno está llamado, compelido, a iniciar
una etapa heroica. El héroe deberá hacer frente a peligros, dedicarse a la
lucha, esforzarse por hacer aportaciones valiosas a la vida común. El héroe se
quedará solo, será puesto a prueba y será juzgado por sus logros. El resultado
puede ser la relegación o la honra. La tarea básica de esta etapa es la
construcción y el apuntalamiento del ego.
El segundo paso
parece más delicado, porque en cierto modo implica la renuncia a lo construido
en el paso anterior, al menos dentro de la familia. Desde el momento en que
llega la nueva generación, la precedente se ve relegada a un segundo plano; la
vida está siempre de parte de los jóvenes, la nueva generación pasa a ser la
prioridad. El héroe debe declinar su aventura y establecerse: pasar de
conquistador a protector. El hombre debe abandonar poco a poco (o de repente)
sus sueños de grandeza, sus reinos conquistados, y aceptar que éstos sean
ocupados por otro que le sucederá. En este sentido, la paternidad disminuye al
hombre, y la antesala de la paternidad ―el matrimonio― constituye un primer paso en el sometimiento
del héroe. Hay algo de castración socializadora en la iniciación del
matrimonio.
¿Cómo se compensan
estas pérdidas, cómo se contiene la angustia profunda que alienta en estos
tránsitos? En primer lugar, las ceremonias sirven a la vez para fijarlos
socialmente y para proporcionar arropamiento a la víctima de los sacrificios. Porque
en toda iniciación hay algo que muere y algo que nace.
El primer sacrificio,
el que acaba con el niño para que pueda entrar en escena el hombre heroico,
estimula el ego, lo magnifica, le da carta blanca dentro de las normas de la
tribu. Hasta ese momento se amó la dulce y blanda infancia, se protegió, se
permitió que el individuo viviera ignorante y libre. Ahora se convierte en un
igual, y se le conceden los privilegios de los iniciados. El paso a la edad
adulta es la iniciación por excelencia, es una ceremonia de transmisión de
poder, y en ese poder está la compensación por la infancia perdida.
En el segundo
sacrificio, la tribu asiste y contiene la defenestración del héroe, apartado a un
papel secundario en el propio relato de su vida. Es la ceremonia de la
socialización por excelencia. En ella, el héroe entregará sus atributos de
masculinidad y poder en beneficio del conjunto. Simbólicamente, en el
matrimonio, el hombre sucumbe y cede el protagonismo a la hembra, que será la
que traerá, alimentará y protegerá a la nueva generación. De ahí, por ejemplo,
el mito de Edipo, y otras metáforas de la "muerte" del padre a manos
del hijo. Para crecer y hacerse hombre, el hijo tiene que matar al padre, es
decir, sustituirle. Desde el punto de vista biológico, el nacimiento de un hijo
implica el cierre de un ciclo en la vida del hombre: le guste o no, y por más
que aún se le reserve un papel nutricio y protector de la prole, el hombre ha
cumplido su cometido y pasa a ser prescindible para la especie; en cierto modo,
pasa a ser un impedimento. Desde ese momento, su historia íntima será un lento
pero implacable recular, una progresiva dimisión de sus atributos. Puede que
haya una cierta compensación en el hecho de ver cómo sus genes se expanden, rejuvenecidos,
y conquistan el futuro (un futuro que ya no cuenta con él, pero sí con lo que de
él quedará en las nuevas generaciones). También hay un cierto reconocimiento en
su papel de aprovisionador de la familia, y, quizá, en la autoridad que dentro
de ella se le confiere.
¿Son suficientes tales
compensaciones para el héroe que ha sucumbido? Para algunos, sí, y tienen
suerte, porque son capaces de adaptarse a su lugar secundario y disfrutar del
nuevo rol, aportar su grano de arena a la formación del vástago (también en esto
secundario con respecto a la madre) y declinar en paz hasta la muerte. Es más,
un hombre así puede incluso optar a la sabiduría, y, al completar el papel
nutricio de la infancia de la prole cuando esta crece, retirarse del mundo y
construir espiritualidad y cultura. Por lo visto hay lugares en los que ese retiro
de la paternidad está codificado socialmente.
Pero no es extraño que en el interior del hombre (y
más en la actualidad, cuando hemos ganado tantos años redundantes en términos
reproductivos, cuando las ceremonias han visto tan reducida su sugestión)
surjan rebeldías que reaviven el instinto heroico. El nacimiento de un hijo es
un momento muy delicado en el matrimonio, un momento en el que el hombre puede
no aceptar esa relegación a un segundo plano y sentir la necesidad de reavivar
su condición heroica, abandonando la familia y saliendo de caza una vez más. La
hembra convertida en madre ha dejado de ser un trofeo de su gloria viril, y a
partir de ahora su lecho, invadido por la prole, ya no le pertenece (literalmente,
cuando al sufrido padre le toca dormir en el sofá). Los héroes de hoy no se resignan
tan fácilmente a perder su condición, y el matrimonio, a menudo, entra en crisis.
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