Tener hijos es la
escuela de amor más grande que se nos puede brindar. Es la oportunidad de
hacerse verdaderamente adulto, de cambiar el rol de hijo, que tiende a
atraparnos en comportamientos primitivos, por el rol de padre, que significa ni
más ni menos que a partir de ahora habrá una persona que dependerá
completamente de nosotros, una persona de la que nos tendremos que hacer cargo
sin excusas y sin esperar nada. Ya no seremos jamás los más importantes. El rey
ha muerto: viva el rey. A cambio, sin embargo, nos inspirará más que ningún
otro amor: en convicción, en valentía, en sentido. La existencia de un hijo
vierte en la nuestra tanto contenido que nos parece que antes de él
éramos como troncos huecos.
Tener hijos nos
rescata del egocentrismo, o al menos lo resquebraja, lo pone en la picota. Un
mocoso va por el mundo proclamando nuestra gozosa nimiedad. Cuando somos
jóvenes, tendemos a pensar que la llegada de un hijo nos robará nuestra
preciada libertad. Y es cierto: se nos priva de la libertad de entregarnos a
nuestros caprichos, de imponer nuestros deseos, de pasarnos demasiado tiempo agazapados
en nuestras congojas. Sin embargo, se nos regala una nueva libertad: la del que
ya no es esclavo de sí mismo. Si Narciso hubiese tenido un hijo se habría visto
obligado, al menos a ratos, a dejar de contemplarse en el estanque para ir a
cambiar pañales. Tal vez entonces habría tenido la oportunidad de salvarse de
la obsesión con su propia imagen. Habría descubierto un mundo a su alrededor,
habitado por un ser capaz de inspirarle un amor que hiciera palidecer el que
sentía por sí mismo. Habría conocido el dulce placer de olvidarse de uno al
entregarse por completo a otro. ¿Hay libertad más grande?
Los que nos hemos
pasado media vida secuestrados por las trampas del ego sabemos apreciar el don
que es poder quitárselas de encima. Habíamos vivido perseguidos por traumas,
temores, nostalgias, resentimientos antiguos que no sabíamos resolver porque
seguíamos demasiado sumidos en nuestro relato, porque al crecer no habíamos
sabido emanciparnos de la indefensión y los constantes reclamos infantiles.
Seguíamos odiando a unos padres que suponíamos que no nos cuidaron o no nos
comprendieron; continuábamos reprochándonos no ser los hijos que se había esperado. Fantaseábamos aún que, si llorábamos con suficiente
fuerza, alguien vendría a abrazarnos y a alimentarnos. Soñábamos con que un
amor lo iluminara todo, con destellos deslumbrantes y sin sombras; aún se lo
pedíamos todo al amor, y, guiados por ese totalitarismo, despreciábamos los
amores que podían darnos tanto, pero un tanto que nunca era suficiente. Y
seguíamos pretendiendo ser los mejores, los más fuertes, los más reconocidos,
mientras, como de pequeños, bailábamos para llamar la atención y acaparar los
aplausos. Así es la infancia, y así seguíamos siendo nosotros, porque nunca
habíamos dejado de echar en ella el ancla.
Pero entonces llegó
ese extraño y maravilloso ser que era nosotros sin serlo, alguien en quien
podíamos intuirnos pero no contemplarnos (al fin roto el espejo de Narciso),
alguien que nos reclamaba todo sin dar más que el milagro de su presencia.
Alguien, en fin, más importante que nosotros, y que por tanto convertía en
fruslerías todas nuestras viejas querellas. Uno puede ser padre o madre y
seguir odiando a los propios padres, pero ya no de la misma manera, ya no con el
mismo sentido; primero, porque lo que hicieron con nosotros deja de ser tan
importante: ahora se trata de lo que nosotros hagamos; y además, porque ahora
que ocupamos su lugar podemos comprenderles muchas cosas, incluidas las
limitaciones y los errores. Ahora nos toca a nosotros ser los que cuidan, los que
tienen que acudir a otro llanto, y abrazar, y alimentar, y calmar y proteger. Y
en ese nuevo rol descubrimos un poder más genuino, más hermoso, que antes ni
siquiera concebíamos: no el de imponerse a los demás, sino el de resguardar su fragilidad;
no el de reclamar, sino el de ser reclamado. De pronto somos responsables de la
vulnerabilidad de otro, y eso no nos hace menos vulnerables, pero nos obliga a
apelar a nuestra parte fuerte, a crearla si es preciso. Entonces descubrimos
que estaba ahí, o que éramos capaces de inventarla.
Tener hijos está
lleno de gozo y sufrimiento. ¿Cómo podría venir el uno sin el otro? Nuestros
hijos se convierten en el sentido de la vida, y a partir de ese momento sus peligros
son nuestros peligros. Tal vez ya no nos quite el sueño nuestro pasado, pero sí
lo hará su futuro. La entrega a ese sufrimiento es terrible y dichosa, y se
llama amor. Un amor que quema, que nos vuelca por completo hacia fuera, que nos
vacía para llenarnos de vuelta, como las olas en la playa. Y tendremos que
sufrir con cada uno de sus padecimientos, que nos dolerán más que los nuestros,
y que muchas veces no podremos evitar —“nada ni nadie puede impedir que
sufran”, canta Serrat—, ni siquiera tenemos derecho a evitar.
Se nos obligará a
aprender sin cesar. Lo primero que tendremos que aprender es a perder: permitir
que esa parte de nosotros no sea nuestra, que cumpla sus propios designios y
siga su propio camino. Lo contrario sería no dejarles crecer. “Vuestros hijos
no son vuestros hijos —escribe Kahlil Gibran en una célebre cita—, son los
hijos y las hijas de la vida”. Creeremos conocer lo mejor para ellos,
insistiremos en imponérselo, y al final tendremos que claudicar cuando elijan
por sí mismos, enseñándonos, tal vez, que estábamos equivocados. Y habrá en
ello un pulso, una lucha entre generaciones, que tendrá que saldarse, como
sucedió siempre, con la victoria de quien pertenece al futuro.
Porque otra cosa que
vienen a enseñarnos los hijos es que ya no somos jóvenes, o no lo somos tanto;
que el tiempo corre y tendremos que dar paso a una nueva generación que
sustituirá a la nuestra. Hay en ese descubrimiento, también, una tristeza y un
gozo. Aceptar que nos quedamos atrás, que estamos un escalón más cerca de la
vejez y la muerte, puede no ser fácil de entrada. Pero, una vez admitido, hay
en ello el alivio de saber que todo es más ligero de lo que pensábamos,
incluidos nosotros. Eso nos limpia también de muchas necedades infantiles. Tal
vez los rituales que celebran la llegada de un nuevo hijo estén dedicados,
también, a consagrar el paso de los padres a una nueva etapa de la vida. Esa
marca de frontera a veces queda diluida en nuestra sociedad líquida, donde todo
se enreda tan fácilmente; eso nos confunde a menudo y nos trae muchos
problemas: haríamos bien en rescatar la solemnidad de los ritos de paso, aunque
solo fuera con la reflexión.
Y, en fin, los hijos nos enseñarán qué es amar sin
esperar, amar con una fuerza que no puede ser correspondida. Tal vez sea, en
efecto, la vida, que nos relega a un puesto secundario, al desplazar su centro a
otro. Para el gen egoísta, haber cumplido con su transmisión es haberlo hecho
casi todo. Solo nos queda proteger al depositario de ese gen, para que se
desarrolle y llegue a la edad de perpetuarse en la generación siguiente. Pero no
hace falta remitirse a la biología para aceptar esa aparente crueldad de las
leyes de la vida, que en el fondo son muy justas. Cuando uno ve crecer sanos a
sus hijos, de pronto se da cuenta de que la propia muerte no le apena tanto. Uno
entiende que no es tan importante, que la vida se le prestó y seguirá por su
cuenta, y que uno no constituye más que un eslabón en la cadena de la
existencia. Esa insignificancia, mientras se contempla a los niños corretear y
reír, es una felicidad.
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