Es un asombro advertir
lo fácilmente que me he desprendido de amigos y amores. Durante un tiempo fue
la intensa proximidad, y un día, casi de repente, cayeron en la insignificancia
y el olvido. A veces distanciarse era algo necesario, o al menos deseado:
cuando se había perdido el aliciente, o las promesas, o la conmoción, o
simplemente la alegría. Había en el olvido, en el pasar página, algo de
requerimiento o de apremio; la vida ya no era grata junto a ellos (ni para
ellos junto a mí, supongo, porque estas cosas suelen transitar en las dos
direcciones), se había impuesto la decepción o la rabia, o sencillamente el
cansancio; el olvido era cuestión de salud o de renovación.
En otros casos, el
desafecto fue avanzando casi en silencio, por agotamiento, y un día ya no quedaba
nada que hacer juntos, o al menos la extrañeza había ganado al gozo y hacía
preferible —natural— que la distancia ganara a la querencia. Uno se puede
reprochar a sí mismo el descuido, la indolencia, el no haber reaccionado cuando
era tiempo y dejar que se marchitara lo valioso. Pero a veces incluso el
descuido es justificable: la vida nos arrastra con demasiada fuerza y,
sencillamente, ya no tenemos sitio para algunas personas. Su estatus había
cambiado, su amistad tenía más de tarea que de promesa, ya no quedaba mucho que
hacer juntos. Algunos olvidos fueron la cristalización deliberada de una
necesidad. Otros, sí, sucedieron por desidia, por permitir que creciera la
hierba en el camino del amigo.
Lo increíble es cómo,
habiendo sido importantes y casi imprescindibles, un buen día se los llevó el
alud del tiempo y no quedó de ellos más que, a lo sumo, un buen recuerdo y
alguna foto. Esa pasmosa volatilidad de los afectos es una muestra más de lo
inconsistente de nuestra presencia; levedad necesaria —¿quién podría vivir
cargado de bártulos del pasado?—, pero en definitiva triste, porque nos
recuerda que el devenir nos engulle a todos. También demuestra que la mayoría
de las relaciones tienen menos calado del que creemos en su momento, y que toda
amistad —como el amor— tiene su reclamo de esfuerzo y cuidado. La profundidad
de una relación debe labrarse a lo largo del tiempo, de hecho debe ir contra el
tiempo, renovando permanentemente el mutuo reconocimiento. Solo así ganará un
significado más allá de lo ocasional. Está claro que la amistad requiere su
trabajo, como la jardinería, y que no basta con el afecto, en el fondo tan inconstante.
La amistad es también decisión y voluntad: el arte del que hablaba Erich Fromm.
La mayoría de la
gente con la que nos cruzamos está tan incrustada en un determinado escenario
que viene y se va arrastrada por los vientos de las circunstancias. Cambia el
contexto y ya no tienen cabida, o se ven relegados a una indefinición en la que
languidecen y acaban por difuminarse. Una nueva actividad, un cambio de casa,
el comienzo o la ruptura de una pareja siempre traen o se llevan su
constelación de vínculos; lo que parecía intenso, profundo, devoto, dotado de
una trascendencia permanente, resultó ser más ocasional de lo que creíamos; de
pronto vemos que ya no vale la pena, o no lo vale tanto, que pertenece al
pasado o así lo preferimos. Solo sobreviven al paso del tiempo aquellos con los
que logramos construir significados más profundos, hundir sus raíces en complicidades
más perennes.
Debemos ser justos
con nuestras limitaciones. El tiempo es escaso, los requerimientos muchos; es
natural que la distancia o un cambio de prioridades imponga sus restricciones.
Actualmente, además, conocemos a mucha más gente que nuestros bisabuelos, que vivían
en comunidades pequeñas de las que apenas salían en su vida. El ser humano, a
lo largo de casi toda su historia, convivió en hordas o en pequeñas colectividades
aisladas. Hoy hacemos muchas cosas, nos desplazamos más lejos, nos comunicamos
hasta con desconocidos. Las relaciones son más variadas, pero también más
inestables, y probablemente la mayoría son superficiales. Tal vez el ritmo
frenético de nuestro tiempo nos haya acostumbrado al rápido paso de oleadas de
gente por nuestra vida. Y no es eso, en realidad, lo sorprendente: lo más
impactante es que la mayoría de nuestros conocidos salten con tanta facilidad
del anonimato a la amistad y de la amistad al anonimato, sin apenas dejar huella.
Se diría que nuestro mundo ha debilitado los vínculos.
Y, en fin, hay que
admitir que algunos somos, por talante, más desapegados que otros: mis parejas
trajeron las podas más implacables de amistades, como si el deslumbramiento del
amor velara los modestos centelleos de los amigos, o más bien como si hubiera
que escatimar atenciones para reservárselas a la pareja. Cuando se acaba el
amor y recuperamos la mirada descubrimos hasta qué punto su fuego dejó nuestro
paisaje hecho un erial.
También he dejado por
el camino mucha gente buena a la que quería de veras, simplemente porque estaba
demasiado sumido en la existencia, aunque creo que eso solo ratifica lo endeble
de los lazos que nos unían. Al final (con suerte y cuidado) solo quedan los
vínculos más sólidos, los que nos definen: la familia y un puñado escaso de viejos
amigos con los que nos llamamos de vez en cuando. Quizá sea justo y algunos no
podamos pedir (ni pedirnos) más.
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