Eudemonía (con acento
en la i, antes me sonaba fatal, pero ya me he acostumbrado): felicidad apacible
y recóndita como las aguas de un remanso. Una felicidad tan discreta, tan
sutil, que a nuestros ojos sedientos de fuegos artificiales no lo parece; y,
sin embargo, tal vez sea la única que vale la pena, porque nace con vocación de
durar, de impregnarlo todo como un aroma, un modo de mirar y de hacer, un
presente mansamente activo que se sostiene por sí mismo y no necesita aludir a
nada más allá de él.
Eudemonía: la dicha
realista que está siempre a mano para quien quiere verla, la vida que se deja
iluminar por el sol de media tarde. Los griegos la inventaron y buscaron con
denuedo su vereda. Aristóteles le dio su definición más bella: vivir acorde al
propio proyecto, convertir la fidelidad a los principios en virtud, que es la
práctica del equilibrio, el camino medio entre tendencias extremas. “El bien
del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud, y si las
virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una
vida entera”. Epicuro, sin contradecirle, procuró ser más pragmático y se
centró en la alegría del disfrute sereno, que convirtió en forma de vida en su
Jardín de Atenas: “El estado de felicidad lo alcanzan la alegría y suavidad de sentimientos
y la disposición del alma que dispensan los propios bienes de la Naturaleza”.
Los estoicos profundizaron sobre todo en el desarrollo de un estado de ánimo
firme e imperturbable. Séneca lo resume así: “La vida feliz es la que está
conforme con su naturaleza... Es feliz el que está contento con las
circunstancias presentes, sean las que quieran... El sumo bien es la firmeza y
previsión y agudeza y cordura y libertad y armonía y compostura de un alma
inquebrantable... Obedecer a la Vida es libertad.”
Eudemonía es phrónesis (prudencia, equilibrio,
sentido común), es la ecuanimidad que restaura la verdadera medida de las cosas; es ataraxia (liberación de todo lo prescindible, y en especial de lo
que nos perturba). Es, también, cumplir el deber y la norma, tal como los
entendemos o los establece nuestra naturaleza, como postulaban los estoicos. Es
autarkéia (no depender de nada, algo
así como el desapego budista). Buda, desde otra tradición, nos dejó buenas
pautas para atajar el sufrimiento y promover la plenitud, y sus consejos no
están tan lejos de los hallazgos de los maestros griegos; tiene la virtud de
preferir la práctica a la palabra, el hábito a la razón: no parece mala estrategia reflexionar con los filósofos griegos y ejercitarse con las prácticas
orientales.
La prudencia reclama
una gran lucidez si no queremos que se convierta en apocamiento; lucidez y
valor, o valor para mantenerse lúcido. Esa lucidez implica distinguir lo
secundario y no sufrir por ello ni dedicarle más energía de la que merece:
¡cuántas veces padecemos sin necesidad, por el puro hábito de sufrir, tal vez
por hinchar nuestra vida de importancia! Y, si somos consecuentes, al final llega quizá lo más difícil,
al menos para los perezosos como yo: hacer lo que debe ser hecho, ni más ni
menos. Si uno está en un bello paraje de montaña, lo que debe ser hecho es
disfrutarlo y no abrumarse con preocupaciones remotas (¡y tan a menudo
irrelevantes!). Y a la hora de volver a los deberes cotidianos, será mejor
hacerlo con alegría, dispuestos a afrontarlos pero sin dejar que dependa de
ellos nuestra paz interior.
La mayoría de las tradiciones están de acuerdo en
considerar la plenitud interior al alcance de todos: aprendiendo a pensar bien
y a actuar bien. Pero también todas ellas consideran que se trata de una senda
ardua que requiere nuestro empeño, nuestro esfuerzo, nuestro tesón. En
definitiva, la voluntad. Porque la plenitud debe ser conquistada, la felicidad es
el resultado de una tarea, como nos decía Ortega. Construir lo deseable cuesta,
hay que llevarle la contraria a las muchas inercias que integran la facticidad,
hay que apañárselas con esa maraña de impulsos contradictorios que nos constituyen,
y entre los cuales la voluntad no suele ser el más fuerte. Y por eso el proyecto
humano es una historia de intentos y recaídas, de valor y vulnerabilidad. No basta
con querer: hay que seguir queriendo, hay que querer cada vez mejor; hay que fortalecer
la voluntad y apuntalarla cuando flaquea.
El entrenamiento de
la voluntad es lo que más me asombra del método que un amigo describe sobre el Proyecto Hombre. Se trata de una
institución que atiende a personas que se hallan envueltas en situaciones
autodestructivas (por ejemplo dependencias) y procura dotarlas de los
instrumentos para salir del caos y recuperar el timón de su propia vida. Según
me cuentan, por ejemplo, uno se hace por escrito una distribución del tiempo y
se compromete a cumplirla. El apoyo terapéutico consiste en revisar hasta qué
punto se está cumpliendo con ese compromiso. Ese ejercicio diario es una
gimnasia del dominio de uno mismo: al principio, mediado por un terapeuta a
modo de tutor; luego, cada vez más autónomo. Se podría pensar que es lo
contrario del budismo, que propone el desapego. Sin embargo, para alcanzar el
desapego hay que seguir una rigurosa disciplina. Y no hay progreso sin disciplina:
las buenas intenciones solo nos sirven si las transformamos en hábitos. “Estos consejos
–le escribe Epicuro a un discípulo-, pues, y los afines a ellos medítalos en tu
interior día y noche, contigo mismo y con alguien semejante a ti”.
Así es como en Proyecto Hombre refuerzan la voluntad.
Pero también el sentido común ―¿serviría de algo la una sin el otro?―. Utilizan
el método socrático: hablan y hablan
analizando, para aprender a distinguir lo esencial de lo secundario, para
establecer cuáles son las actitudes y las formas de actuar que nos ayudan
frente a las que nos socavan. “La gente es infeliz o por miedo o por apetencia infinita
y vana –escribe Epicuro-. Si la gente refrena esos impulsos está en disposición
de conseguir para sí el bendito raciocinio”. Hablan porque hay que actuar, y el
objetivo es hacerlo bien, y actuar es salir de la impotencia, como señalaba
Spinoza, para quien la alegría era, precisamente, experimentar la potencia
personal. El puente entre las buenas ideas y los buenos actos es la voluntad
puesta al servicio de moldearnos. Y si lo hacemos bien, encontraremos la
eudemonía por el camino. Es un buen camino.
A mi amigo Julián, filósofo a ras de tierra.
Qué generoso amigo mío. Infinitas gracias. Soy muy afortunado
ResponderEliminar¿Por dónde andas, compañero? ¡Que tenemos que hablar de muchas cosas..!
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