¿Adónde iremos a parar?, exclamaban nuestros abuelos, escandalizados por los cambios que sacudían su mundo y resquebrajaban sus certezas. Hoy nos hacemos la misma pregunta, seguramente con más inquietud. ¿Cómo explicar esta zozobra? ¿Acaso no vivimos mejor que ellos, no disponemos de más recursos, no sabemos más cosas?
A decir verdad, es posible que sepamos demasiado, y que ignoremos lo que necesitamos saber. Vivimos una época en la que se precipitan los acontecimientos. La información nos arrecia como un temporal sin tregua. Ni nuestro cuerpo ni nuestra mente están hechos para tal diluvio de estímulos. Muchos de ellos graves e inquietantes.
El hombre contemporáneo no sabe qué hacer con tanta información, que se le amontona sin darle tiempo a asimilarla. Vive con el malestar de una baraúnda de sucesos, y sobre todo de una saturación de emociones que le zarandean violentamente y de inmediato son sustituidas por otras. Es como un estrépito emocional confuso y ensordecedor, en medio del cual no hay oportunidad de sacar agua clara.
Pero ni siquiera parece ser ese el verdadero problema. De algún modo, presentimos que lo peor de todo es lo que no se sabe, ese hueco inmenso de incertidumbre que se abre detrás del ruido. Ninguna época entendió tanto, ninguna tuvo tanta conciencia de lo que ignora. Cada suceso anuncia contratiempos que nos sobrepasan, desafíos para los que nadie parece tener respuesta.
Como dijo Bauman, el mundo se ha vuelto líquido: lo sobrenadamos como podemos, pero no acabamos de hacer pie; o si nos parece tocar fondo suele ser sobre un suelo fangoso y resbaladizo. Ante nosotros se alzan monstruos frente a los cuales nos sentimos inermes: todo parece precario, amarrado con pinzas, a punto de desmoronarse. La economía, el trabajo, la guerra, el cambio climático, los grandes poderes que nos subyugan… Como suele suceder ante las amenazas, de entrada tendemos a desconfiar unos de otros: cada cual se las apaña por su cuenta, y mira con suspicacia al vecino.
Y, sin embargo, solo en el vecino podemos encontrar algo de esperanza. Si hay alguna salida, tendremos que armarla juntos. Colaborando, poniendo cada cual de su parte, ayudándonos unos a otros. Esto también nos lo enseña la experiencia, aunque a menudo lo olvidemos. Quizá tengamos aún demasiado miedo para recordarlo, en lugar de sumirnos en el aislamiento, pensando más bien en aguantar o luchar. Quizá tengamos que darnos de bruces con la catástrofe, para comprender que no hay otro camino que cooperar. Tal vez necesitemos que dejen de suceder demasiadas cosas y solo quede una: la vida amenazada. Y ya no valgan las evasivas porque nos llega el agua al cuello.
Entretanto, podemos ir experimentando y tantear un nuevo paradigma de confianza, menos etéreo que la hermandad cristiana, más escéptico que el humanismo ilustrado, pero obstinándonos en lo bueno del animal humano. Resistir la tentación de empantanarnos en el cínico desencanto, recuperando la vieja y noble noción de solidaridad. Dar un nuevo sentido a la responsabilidad y al compromiso, en vez de esperar a que las autoridades o los especialistas —¿acaso trabajan para nosotros?— nos saquen las castañas del fuego. Lo de confiar es delicado, por supuesto; cuesta saber quién y qué lo merecen. Pero en algo tenemos que apoyarnos. Si, como dijo el poeta, todo está por escribir, podríamos inspirarnos unos en otros para escribir mano a mano una historia de dignidad.
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