Nietzsche considera la crueldad un disfrute innato en el hombre. ¿Realmente somos crueles por naturaleza? Esta posibilidad cobra sentido si la contemplamos dentro del concepto más amplio de agresividad. Parece indiscutible que el ser humano es agresivo de por sí: la crueldad formaría parte de esa naturaleza. Tendría algo de corolario: el placer de provocar sufrimiento intensifica una agresividad propicia para nuestra supervivencia y para competir con posibles rivales.
Sin embargo, en nuestro programa innato la evolución también ha incorporado la mansedumbre, y eso explica que la crueldad no solo despierte un inquietante placer, sino también una intensa repulsión, conveniente para cooperar con los otros. La violencia tiene que ser contenida y regulada, y así se recoge en los sistemas normativos y morales. Pero la regulación de la violencia va más allá de la mera convención, y se incorpora como una inclinación inherente mediante ese proceso que los antropólogos han llamado autodomesticación.
En suma, la naturaleza humana incluye al mismo tiempo el impulso violento y el de apacibilidad. Como en tantos otros aspectos, el hombre se ve obligado a vivir en tensión entre dos pulsiones contradictorias. Cuál predomine —como pauta general de comportamiento y como conducta concreta— depende de muchos factores: el contexto cultural, los valores individuales, el temperamento personal, las circunstancias… Desde la ética invocamos una actitud pacífica, pero no podemos cerrar los ojos al hecho de que la agresividad y la lucha están presentes en todo lo humano y cumplen una función. Limitarnos a repudiarlas o negarlas, como hacen algunas religiones (aunque en ellas la agresividad nunca está del todo ausente), resulta iluso e idealista, y no nos ayudará a penetrar cabalmente nuestra condición, y aun menos a guiarla en la dirección que nuestro proyecto ético dictamine como correcta.
Ahora bien, aunque resulte bastante claro que la violencia es innata y cumple su función, no parece obligado que se exprese de forma cruel. Se podría considerar que la crueldad es un exceso, una abusiva perversión. Puede que a veces la agresividad resulte imprescindible y por tanto legítima, pero, ¿qué legitimidad cabe atribuir al placer de provocar dolor ajeno? Contradice los más elementales principios de reciprocidad, empatía y cooperación; es el mal por el mal, un mal redundante, sórdido, putrefacto, que envenena al que lo inflige tanto como deteriora al que lo sufre. Los seres humanos necesitamos, en última instancia, amar y sentirnos dignos de amor; percibirnos en la seguridad de un entorno que nos acoge y nos protege, y al que, por consiguiente, nos corresponde contribuir acogiendo y protegiendo. La crueldad atenta contra el puntal más crítico del proyecto humano. Aun admitiendo, como Nietzsche, que se trate de una tendencia innata, toda herencia tiene algo que merece ser repudiado.
Cierto que hay que juzgar con cautela la crueldad que aparece en medio de la refriega, en la escalada del furor que, en sí mismo, es ciego y desaforado. También el rencor, en su propio mortificarse —esa intoxicación de la que hablaba Max Scheler—, va recociendo la ira contenida hasta que estalla en forma de venganza. El miedo, la frustración, la presión de un público, pueden culminar en el encono. Pero lo que nos explica no nos disculpa: la responsabilidad sigue intacta, y la crueldad es siempre y sin excepción tan humana como despreciable. Ya que no podemos evitarla, nos queda rechazarla y, en la medida de lo posible, prevenirla. Ese es el coraje que cuenta: desafiar lo improbable y no dejar de insistir en lo valioso.
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