domingo, 7 de enero de 2024

Abandono

¿Cuál es el miedo más grande de un niño, y por ende para la mayoría de los adultos? El atávico temor a ser abandonado. En nuestro pasado tribal, para un pequeño, perder a sus padres o que estos lo repudiaran equivalía a la muerte. 
Deshacerse de vástagos puede haber servido como recurso desesperado para sobrevivir a la escasez y la hambruna. No en vano, muchos cuentos populares tratan sobre niños extraviados o huérfanos. 

¿Habrá quedado esa amenaza original anclada en algún sector profundo de la psique? Si esta hipótesis es cierta, el temor infantil al abandono surge asociado a la amenaza de la muerte. Ser abandonado equivale a ser aniquilado, es confirmar la nada (nihil) en la que uno consiste. Un niño no teme directamente a la muerte, puesto que aún no tiene un concepto claro sobre ella. La muerte es la sombra vaga de un recelo que el niño percibe en el aire, pero que aún no concibe: incluso a los adultos nos cuesta aceptar la idea de que vamos a morir. En cambio, la experiencia de ser descuidado, ignorado, expulsado, o de creerlo, parece temprana y universal. 
En el abandono subyace siempre el fantasma del rechazo. Aquellos de quienes dependemos por completo dejan de dedicarnos su atención y su protección, tal vez su afecto. El niño que experimenta abandono necesita dar sentido a una experiencia tan traumática. Y la única explicación que encuentra, según su rudimentario modo de ver las cosas, tan extremo y narcisista, es que haya algo malo en él, algo que lo haga merecerlo. A un niño no se le ocurren las complicadas sutilezas de los adultos, quienes transitan una abigarrada constelación de deseos y deberes; tampoco se le ocurre que los adultos se equivoquen, se distraigan o se sientan momentáneamente abrumados: si actúan de un modo determinado, debe ser por una poderosa razón. Si me desprecian tengo que ser despreciable, debe haber en mí algo terrible que merezca ese desprecio. Este es otro terror infantil relacionado con el abandono: la culpa. 
Desesperado, el niño intenta descifrar qué es lo que hay de malo en él, cuál es esa culpa que lo hace merecedor del rechazo. Tal vez me rechacen porque no valgo lo suficiente, porque molesto, porque hay algo infame en mi mero hecho de existir. Ahí están las profecías amenazantes de mitos como Edipo o Perseo. «Porque el delito mayor del hombre es haber nacido», se lamenta el despechado Segismundo. Y no es para menos, porque a él no se limitaron a abandonarle, sino que además se le condenó para toda la vida a permanecer recluido en una torre. Esa torre, que él experimenta como prisión, es sin embargo, al mismo tiempo, su más seguro refugio; no nos extraña que regrese a ella con una mezcla de amargura y alivio. Al menos allí está a salvo de revivir una y otra vez el doloroso repudio, y sobre todo de tener que comprobar que la alegría y la vida que otros tienen le son negadas a él: «Y teniendo yo más alma, ¿tengo menos libertad?». 

Muchos adultos no han logrado superar esos espantos de la infancia, esa sensación de desconexión y de no ser dignos de amor. Esas personas encontrarán insoportable la más fútil expectativa de abandono. Para evitarla, preferirán marcharse antes que experimentar pasivamente la temida consumación del rechazo. Marcharse, o no acercarse, o asegurarse de que no se le acerquen a uno, o inducir activamente el desprecio. Al menos, un rechazo provocado es un distanciamiento activo: soy yo el que abandona, salgo al paso antes de que me anulen. Si uno se asegura de no ser amado no tendrá que experimentar la angustia de que se le retire el amor. Es lo que hacen muchos solitarios y chivos expiatorios. Es lo que hace el suicida.  

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