Vivir es una bella aventura, incluso cuando resulta dura y amarga; y estamos dispuestos a aferrarnos a ella, afrontando los más penosos bretes, siempre que no nos acorrale contra las cuerdas y siga dejando un resquicio a la entereza y la dignidad (o, a veces, incluso cuando hay que renunciar a ellas).
Estamos hechos para aguantar embates y dolores, y aun así seguir de parte de la vida; estamos hechos para sufrir y para luchar, y hacerlo incluso, como propugnaba Nietzsche, con entusiasmo.
Vivir está bien, y por fortuna predominan las alegrías. Por otra parte, es comprensible que prefiramos vivir a no vivir: ¿cómo va a parecernos mejor nuestra propia ausencia, si la presencia es todo lo que tenemos? El mero fenómeno de estar vivos nos convierte en partidarios de la vida, nos impulsa febrilmente a persistir, como proclamó sin reparos Spinoza; algo nos impulsa desde dentro a asirnos a la existencia apasionadamente, tenazmente, contra viento y marea: de lo contrario ya haría mucho que habríamos desaparecido como especie. Desde Darwin comprendemos bien por qué el nihilismo no es un buen aliado frente a la selección natural.
Queremos perdurar; amamos desesperadamente cada minuto arrancado a la nada: pertenecemos al ser. Y así es como enarbolamos la dicha del instante, del todavía, como una enseña heredada de los ancestros y dispuesta a perpetuarse más allá de nosotros.
Sin embargo, el ansia de ser se da de bruces con la expectativa de su final. El drama de nuestra naturaleza, lamentablemente, es que no nos pertenece, constituye un mero préstamo; una ocasión que dura poco y se nos arrebata con la misma rotundidad con que se nos entregó. Así es la ley de este universo: un algo es algo siempre con la perspectiva ineludible de acabar siendo nada; la existencia cristaliza en la certidumbre de que dejará de existir, y solo las lindes con la nada, tan indescifrable como implacable, la perfilan. Un algo es algo solo en virtud de esas fronteras en las que siente la presión de la nada que lo agota. La infinitud difuminaría la existencia, la disiparía en una eterna, inmóvil igualdad a sí misma.
Ser y no ser, entonces, y a pesar de Hamlet, no constituyen el verdadero dilema, sino que imprimen las dos caras de la misma moneda: no puede darse la una sin la otra, si bien, mientras está una, tampoco puede estar la otra.
Se dirá que ambas caras no se complementan, sino que se excluyen mutuamente. Se dirá que ni siquiera son comparables (“lo raro es vivir”, como dice Carmen Martín Gaite). La faceta del ser, ciertamente, abarca una minucia insignificante en comparación con la vastedad del no ser, donde el yo queda derogado para siempre. Para el ser, entonces, el tiempo resulta trágicamente esencial, mientras que el no ser se erige en soberano incuestionable de la eternidad.
Sin embargo, esa misma eternidad es la que hace al no ser insustancial y fútil. La infinitud equivale a la nada. Solo el ser se extiende en el tiempo; es él, con su fugacidad, quien lo funda y lo abole. ¿Qué es para mí el tiempo de mi ausencia, esa eternidad que me precedió y esa otra que supuestamente me sucederá? Es un tiempo existencialmente ajeno, que jamás existió ni existirá para mí, al menos como experiencia inmediata. Puedo reconciliarme, así, con esa nada que no es nada para mí, que satura un universo que ya no me concierne.
No somos eternos, luego la eternidad no es nuestro reino: todo lo que significa ser se circunscribe al hecho de ser. Podemos apurar la duración mientras duramos, procurando traducirla en gozo: donde no estoy, no hay nada.
Pues sí, parece que debemos aprovechar nuestro tiempo de existencia, nuestro paso por La Tierra, para vivir con alegría, y conformarnos con perdurar algún tiempo más en el recuerdo de quien nos precede.
ResponderEliminarHay quien cree que somos energía y por tanto indestructibles e imperecederos. Contradictorio método para luchar contra la idea del inevitable fin, pues la misma ciencia que podría apoyar esa hipótesis, le pone fecha de caducidad al planeta.
Sin embargo, si hablamos del tiempo, entramos en una cuestión donde cualquier teoría puede tener cabida. Si le añadimos la imaginación, el cóctel es fascinante.
ResponderEliminarPasar una buena tarde de domingo, es ver las tres películas, una detrás de otra, de "Regreso al futuro". Qué divertida genialidad.
Un lúdico modo de encarar el tema del tiempo, que siempre nos incomoda un tanto, porque su horizonte perfila sin remedio nuestra finitud. A mí me consuela bastante pensar que el tiempo solo nos concierne mientras lo habitamos. Como decía Epicuro, la muerte no es nada para nosotros: mientras estamos, no está; y cuando está, ya no estamos.
EliminarGenial la cita de Epicuro. Muchas gracias
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