Nuestro conocimiento cotidiano abunda en prejuicios y estereotipos, convicciones normalmente heredadas del entorno que incorporamos y solemos sostener de manera acrítica. Como los refranes, que con frecuencia se alimentan de estereotipos, a veces aciertan, aunque sea en parte, o quizá lo hicieran en un momento y un contexto determinados. En cualquier caso, lo significativo es que los defendamos sin someterlos a ninguna prueba. A esta aberrante tendencia se le han propuesto explicaciones convincentes, aunque solemos olvidarlas.
Una muy plausible, por ejemplo, es que no tenemos tiempo para estar revisando, analizando y justificando cada una de las creencias que sustentan nuestros actos diarios. El trabajo, en nuestra sociedad productivo-consumista, requiere eficiencia y pragmatismo. Las convenciones imponen ciertos modelos de relaciones que no deben ser vulnerados si uno no quiere quedar mal. Hay que resolver problemas, y para ello lo mejor es aplicar inmediatamente las fórmulas que ya han demostrado su eficacia, o, al menos, que son compartidas por todos. Cuando aparece algo nuevo, que se sale de la fórmula, consultamos a un experto, directamente o por internet. El experto, generalmente, usa su propio catálogo de fórmulas, que tienen un aspecto más serio que las que manejamos los no expertos.
Aun así, a veces sucede que las fórmulas habituales no resuelven por completo el problema. Entonces hay que inventar conocimiento: concebir nuevas hipótesis, probar algo distinto. Lo hacemos constantemente con minucias sin trascendencia, pero rara vez nos atrevemos a intentos que contradigan los estereotipos básicos, y pocos se atreverán a alejarse de aquellos establecidos como verdades sagradas, dogmáticas. Es preferible equivocarse dentro de un estereotipo que acertar habiéndose salido de él. Es más: al que se equivoca dentro del estereotipo siempre se le encontrará una excusa, y al que acierte fuera de él casi siempre se le reprochará algún defecto.
Esto sucede por esa imperiosa necesidad humana que es la seguridad. Preferimos un error seguro a un acierto arriesgado. Al menos, siempre podremos echar la culpa de nuestro fracaso al principio mismo (lo que hace que el fracaso no sea nuestro, sino colectivo) o al experto que nos ha asesorado, en lugar de tener que asumir, justificar o disimular nuestra torpeza. Y hay algo más importante: el mundo, mientras nos ceñimos a lo comúnmente aceptado, sigue siendo un lugar predecible y coherente, y por tanto manejable. Las incoherencias nos contrarían, porque obligan a replantear lo establecido; de ahí que se haya enunciado el perspicaz principio de la disonancia cognitiva. Por disonancia cognitiva llegaremos a negar, o reinterpretar aun de maneras inverosímiles, evidencias que contradicen nuestros principios aceptados (y compartidos, porque de hecho la inmensa mayoría de ellos se construyen socialmente). La disonancia cognitiva nos impulsa a acallar cualquier idea, voz o suceso disonante, es decir, que entre en conflicto con lo que dábamos por sentado. Así es como los estereotipos se reafirman por sí mismos y a sí mismos.
Finalmente, decíamos que los estereotipos suelen ser convencionales, esto es, compartidos, heredados por educación o presión del entorno. Es posible que ahí resida su fuerza más grande. Necesitamos sentirnos parte de un colectivo social, utilizar sus convenciones a la hora de desenvolvernos y comunicarnos en él, y cumplir sus códigos si queremos ser aceptados y ocupar un lugar seguro dentro de nuestra constelación humana. Preferimos adaptarnos a acertar: una ventaja a corto plazo que ha conducido a atroces desatinos.
Gran tema para conversar.
ResponderEliminarAunque estoy de acuerdo que hay que ser conscientes de los estereotipos que nos rodean, también es cierto que me cuesta encontrar un refrán que no lleve razón.
¡Estoy de acuerdo en lo de los refranes! A mí, de hecho, me encantan. Pero es que muchos de ellos son perlas de sabiduría; al menos, resultaron útiles en su momento y algo de eso les sigue quedando. No estoy seguro de que sean propiamente estereotipos, aunque los contengan. Además, para cada refrán suele contarse con su contrario, lo cual, lejos de invalidarlos, remarca su carácter utilitario y les confiere un irónico relativismo. Ya sabes, el ansioso le dice al dormilón: "A quien madruga, Dios le ayuda". Y el otro le murmura, dándose la vuelta: "No por mucho madrugar amanece más temprano". Y es que "el que no se conforma es porque no quiere". ;)
EliminarJajaja, cierto. ¿Existirá un refrán para salvarte de cada apuro?
ResponderEliminarAdemás, si no lo encuentras, lo puedes buscar en otro idioma, en otro país...