Ir al contenido principal

Desear, amar

Los apegos, los deseos… Felices ráfagas que avivan nuestra hoguera y luego, a menudo, la apagan, dejándonos más desamparados. Convulsos mapas de un territorio en perpetua evolución, una patria que tiene aspecto de hogar y sin embargo acaba por dejarnos solos. 


El deseo que se realiza tiene siempre algo de tristeza, la que nos inspira la extinción del propio deseo; el deseo frustrado es un pantano amargo que nos hunde en sus arenas movedizas. Por eso, porque ninguna de sus alternativas es buena, muchos sabios reniegan de los deseos. Buda, Séneca, Schopenhauer, desconfiaban de las dulces nostalgias; Spinoza y Comte-Sponville rechazan la esperanza por lo que tiene de vana irrealidad. Pero nosotros, que no somos sabios, sino meros seres humanos, hambrientos y soñadores, no podemos dejar de desear; y quizá ni siquiera debamos. 

Un deseo nunca acaba en sí mismo, siempre remite a algo que está más allá de él: a la ilusión de un futuro, a la ceniza de un paraíso perdido. Un deseo, por arbitrario y baladí que sea, siempre nos interroga sobre nuestra auténtica relación con el mundo; no hace falta responderle (él ya sabe hasta qué punto carece de razón), pero sí conviene dejar que nos interpele, que se quede ahí revoloteando a nuestro alrededor, despertando nuestras vocaciones dormidas. Un deseo siempre es vida que pugna por realizarse, y en cada pequeño deseo se agita la existencia entera. Un deseo, en definitiva, remite siempre al amor, que es la síntesis de todos los deseos. 
Si amores y deseos nos hacen sufrir es porque el amor rara vez es suficiente. Podría serlo, pero amamos poco y mal, tememos más de la cuenta, sostenemos demasiados caprichos. Usamos el amor como excusa para nuestro narcisismo, vamos a él con reticencia. En realidad, casi siempre, lo que queremos no es amar, sino que nos amen; pero un amor así, unidireccional y sin restitución, no nos satisface, igual que un capricho superficial: en seguida se nos queda vacío. 

Yo veo a alguien que me atrae y no solo, ni principalmente, me remite a la sensualidad, aunque esa pueda ser la impresión aparente. En realidad, si la belleza de esa persona me conmueve, si su encanto me estremece, es porque evoca mis sueños de ternura, fantasías muy primitivas, que me remiten a la fuente de todos los deseos, la vieja infancia. Nuestros deseos más espontáneos evidencian hasta qué punto no hemos madurado, y en nuestro interior seguimos siendo niños. Hay partes de nosotros que se quedan ancladas para siempre en edades tempranas: en esto Freud tenía razón. Tal vez en ese tiempo original soñemos demasiado, o demasiado poco, y por eso sigamos en pos de lo que esperábamos, persiguiéndolo y temiéndolo al mismo tiempo. 
Así que los sabios tienen razón, pero no toda la razón. Los deseos, como el amor, hacen sufrir, pero no solo hacen sufrir. Su angustia forma parte del goce que invocan en la realidad y evocan en la imaginación. Valen la pena, incluso así como se nos presentan, tullidos e incompletos. Vale la pena su ceguera apasionada, su estremecimiento loco; igual que vale la pena la hermosura de la flor, aunque presienta que tan pronto se quedará marchita. Porque eso es vivir. 

Vivir: desear; incluso lo inalcanzable, incluso lo delirante, incluso lo doloroso. Vivir: amar, incluso si el amor es pobre y egocéntrico. ¿Deseamos lo excesivo, lo que no nos conviene? Amemos. ¿Amamos poco y mal? Así aman las personas. ¿Por dónde empezar a amar? Saliendo de uno mismo y buscando a los otros. Amamos aquello a lo que nos entregamos; deseamos, tal vez, aquello a lo que no sabemos entregarnos.

Comentarios

  1. Desconocía que Spinoza rechazase la esperanza. Aunque claro, quizá si hubiera podido escuchar al escritor belga Maurice Maeterlink dos siglos después, quizá se hubiera replanteado la cuestión. El escritor decía que: "la desesperanza está fundada en lo que sabemos, que es nada, y la esperanza en lo que no sabemos, que es todo".
    Como decía Teresa de Calcuta: "...no puedes saber lo que te estás perdiendo si aún no te lo has encontrado".
    Ambas afirmaciones abren espacio a la sorpresa, y eso es vida.

    En cuanto al deseo, también la misionera dijo algo al respecto: "Hay más lágrimas derramadas por los deseos cumplidos que por los no cumplidos. Ten cuidado con lo que deseas".
    Esta reflexión me hace dudar más, pues creo que sueles arrepentirte más de lo que no has hecho, que de lo que has hecho.
    Personalmente, creo que el deseo es un estupendo cargador de energía . Bienvenido sea.

    ResponderEliminar
  2. ...aunque teniendo en cuenta a doña Teresa, y vigilar los deseos de nuestra parte autodestructiva.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tu objeción es muy acertada, y las citas muy sabias. Sobre todo la de Maeterlink, aunque su propio juego de palabras insinúa el problema de la esperanza: como no se basa en nada, en ella cabe todo. Es un "no lugar", y eso la hace muy peligrosa, porque la pone a la plena disposición de nuestras fantasías, a veces tan insensatas.

      Comte-Sponville explica mucho mejor que yo por qué la esperanza es un dudoso aliado de la felicidad. Copio todo un párrafo que me parece especialmente significativo:

      "Siempre estamos separados de la felicidad por la misma esperanza que la persigue. En cuanto esperamos la felicidad ("Qué feliz sería si…"), no podemos evitar la decepción: ya porque la esperanza no es satisfecha (sufrimiento, frustración), ya porque sí lo es (aburrimiento o, nuevamente, frustración: como solo se puede desear lo que falta, se desea de inmediato otra cosa, y no se es feliz por eso…). Woody Allen lo resume con este enunciado: "¡Qué feliz sería si fuese feliz!""

      O sea, la esperanza nos sitúa permanentemente en un futuro no realizado, alejándonos del presente, que es lo único que tenemos. Es siempre una hermosa promesa (todo lo hermosa que queramos, puesto que es imaginaria), pero que nunca se realiza (por lo que se explica en el párrafo). Por eso, Comte-Sponville prefiere "desesperar" (renunciar a la esperanza), y centrarse en amar lo que hay, lo que sí se tiene. "Solo esperamos lo que no es; y solo amamos lo que es." (Del libro: "La felicidad, desesperadamente").

      En cuanto a Spinoza, era un firme partidario del deseo (del que también hablas), pero la esperanza le parecía una aliada del miedo y la incertidumbre. Él prefería el deseo que se realiza, que es fuerza y acto. Comte-Sponville lo explica así: "Para Spinoza, el deseo no es carencia, el deseo es potencia: potencia de existir, potencia de actuar, potencia de gozar y de alegrarse."

      Así que no soy muy amigo de la esperanza. Ese "espacio de sorpresa" del que hablas también puede estar lleno de temores y angustias (o hasta de vanos desatinos). Sin embargo, te confieso que a menudo me pregunto si los seres humanos podemos vivir sin esperanza. No todos tenemos la entereza ante el dolor, la capacidad de aceptación y adaptación, que pretendían esos sabios. Proyectar nuestros deseos en un futuro difuso quizá sea lo único que nos queda cuando todo parece perdido. Somos débiles: tal vez por eso la esperanza nos pertenezca.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...