Se dice que el éxito, en especial cuando es repentino, descomunal o no del todo justificado, se convierte en un engrudo de mala digestión. El fracaso sabe a familiar, el triunfo es siempre intempestivo. Ahí están, por ejemplo, los conflictos que desbordan a quienes saltan de repente a la fama: cuántos no se sumen en la depresión y son pasto de las adicciones.
Tiene sentido, y por muchas razones. De entrada, el éxito reclama ser conservado, pone alto el listón de nuestra autoestima y la adosa sin resquicios al reconocimiento ajeno. El éxito, sobre todo cuando implica una fuerte presión social, ahonda un tipo especial de vulnerabilidad: la dependencia del aplauso y de la fama. Por eso es adictivo y por eso siempre quiere más.
Hay que ser cuidadoso con la nube en la que nos envuelve la admiración, porque si perdemos de vista su inconsistencia, si permitimos que tome las riendas, si nos apoyamos demasiado en sus embriagadoras caricias, podemos caer desde muy alto. Es lo que popularmente se llama “morir de éxito”, y lo que R. Johnson denomina “inflación”: perder la referencia de la realidad y dejarnos capitanear por la soberbia, o por la exigencia de mantener una determinada imagen.
El éxito es un vigoroso acicate cuando lo sabemos incompleto, cuando concreta el desafío de ir siempre un poco más allá, cuando nos recuerda lo mucho que tenemos por conquistar y espolea la voluntad frente a ese reto. Si sólo hincha nuestro ego, llegará un momento en que la lucha no será por ser mejores, sino por rendirle el tributo que nos exige. ¿Y qué hará el ego con nosotros si no nos queda nada para alimentarlo?
Ese maldito Yo, como lo calificaba Cioran, nos juega muy malas pasadas cuando se consagra como déspota del conjunto de nuestra personalidad. Por ejemplo, nos parece muy normal criticar a otro a sus espaldas, pero nos ofendemos al enterarnos de que alguien hizo lo mismo al hablar de nosotros. ¿Por qué deberíamos esperar que los demás nos traten distinto a como nosotros los tratamos? Porque nuestro yo se cree especial, merecedor de privilegios.
Otro ejemplo: alguien nos halaga y entonces nos cae bien; otro día nos critica, y entonces sentimos que nos ha traicionado. ¿No podrían ser verdad ambas cosas, no podríamos ser merecedores tanto del halago como de la crítica? Para nuestro ego es bueno lo que le complace, no la verdad. Nuestro ego no está interesado en conocer y aprender, sino en hincharse de sí mismo. El problema, decíamos, es que es un hincharse en el fondo hueco, pues no está puesto al servicio de nuestra realización personal, sino del mantenimiento de su propio relato: como el globo, que solo tiene dentro aire, pero que tiene que soportar esa presión, hasta que, cuando esta es muy elevada, el menor impacto puede reventarlo.
Si fuéramos honestos, tomaríamos los elogios como regalos que no merecemos, pero agradeceríamos aun más las invectivas porque, incluso si son injustas, nos hacen más conscientes de nuestros defectos y también más tolerantes, tanto con los nuestros como con los de los demás. Así es como debía razonar el patrón de aquel cuento tradicional, que mantenía a un criado insolente y dañino; cuando le preguntaron por qué no lo despedía, arguyó: “Porque me enseña a ser paciente”. El ego preferiría que todos fuesen complacientes y zalameros con nosotros; la sabiduría prefiere fortalecerse en el espejo de la verdad, que suele ser más bien importuna. Cautela frente a ese déspota íntimo que nos trata como a objetos: quizá prefiera destruirnos antes que admitir una carencia.
¡Qué buena reflexión mi gran amigo!
ResponderEliminarEs difícil no escuchar al ego, porque a veces se esconde, se mimetiza o incluso se transforma para seguir ahondando en su objetivo. Lo complicado es conseguir detectar cuando es él quien nos habla o es el razonamiento. Suele tener respuesta para todo.
Seguiré luchando en restarle protagonismo.
Los budistas, que llevan siglos bregando con el ego de marras, tienen un dicho simple y feliz: "El ego da demasiado trabajo". Moraleja: por lo que al ego respecta, ¡seamos perezosos!
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