La esencia de todo ser es medrar, decía Spinoza, resumiendo la ley más elemental de la vida, que es la misma que rige, obviamente, para los seres humanos. En esa tendencia básica de nuestra naturaleza reside la fuerza que nos impele, y que nos ha hecho llegar tan lejos como especie; y también, ay, la semilla de nuestra debacle, que acompaña cada uno de nuestros triunfos como su inexorable reverso.
Llegar lejos tiene su precio, y parece que al mono desnudo le va llegando la hora de pagar. Hemos descubierto que el mundo es grande, pero menos de lo que pensábamos, y desde luego no ilimitado ni imperturbable. Y nosotros somos demasiado simples (nuestra perseverancia es miope, y lo inmediato siempre gana al futuro distante, quizá porque la vida es corta y el deseo ansioso) y a la vez demasiado numerosos. Todas las especies se reproducen exponencialmente si no las diezman el agotamiento de los recursos o la escabechina de los depredadores: en el propio medrar spinoziano está la seguridad de la hecatombe, pues, como pronosticaba Malthus, el medrar resulta ilimitado, pero el mundo en el que se medra no.
Que el destino humano se vaya decantando hacia la supervivencia o la destrucción es asunto incierto y en buena parte azaroso, o, lo que es lo mismo, dependiente de leyes que no podemos controlar. Lo cual no significa que no tengamos medios y voluntad para empujar hacia un lado o hacia el otro. La primera pregunta es: ¿nos alcanza con esa voluntad? O, mejor: ¿somos capaces de hacerla predominar sobre otras voluntades? Por ejemplo: ¿hasta dónde estamos dispuestos a limitar el consumo para reducir la destrucción del entorno? ¿Hasta dónde nos lo permitirán, por esfuerzo que pongamos, las leyes ciegas del mercado y los impulsos violentos de la avaricia y el poder? Y, en cuanto a los medios: ¿lograremos la tecnología necesaria para contrarrestar el deterioro infligido por la tecnología? ¿Se puede frenar el calentamiento global o la extinción de especies sin cambiar radicalmente de estilo de vida?
Uno, por lo que se va viendo, se dejaría fácilmente llevar por un pesimismo schopenhaueriano, y se quedaría esperando, sin esperanza, a que la enardecida carrera de la Historia descarrile en alguna curva no muy lejana. Pero, qué le vamos a hacer, en esto uno está más de parte de Spinoza que de Schopenhauer, uno preferiría que la humanidad siguiera medrando por mucho tiempo. Hay un hilo invisible de querencia que nos une con el resto de los que han sido y con los que vendrán, y ese hilo nos infunde ecos de sus voces y sus anhelos.
Hay que apostar por la posibilidad, por remota que sea, de que tengamos remedio. No a cualquier precio, porque hay facturas que se pagan con fracaso; no a costa de todo, pues ese todo nos incluye. Hay que soñar con que logremos llegar a ser lo bastante inteligentes, sensibles y compasivos como para mirar lejos e incorporar el futuro a nuestros planes de presente.
No se puede esperar que todos cobren esa conciencia, ni que estén dispuestos a ser consecuentes. Sería cínico hablarles de futuros lejanos a quienes a duras penas se las arreglan con la jornada. Y luego está el miedo de los que tienen algo y temen perderlo. El presente no está de nuestra parte, pero, ¿tenemos acaso otro camino?: empezar por las injusticias y los sufrimientos actuales. ¿Tienen remedio? Hay que buscarlo. ¿Se puede alcanzar una justicia universal? Hay que intentarlo. Por improbable, por ingenuo que parezca. Cada cual en el escueto territorio de su entorno. Y presionando para que los que tienen auténtico poder lo usen en beneficio colectivo. La Historia nos enseña que no suele cambiar de rumbo sin combate.
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