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Mostrando entradas de octubre, 2022

Distintos

Uno de los más pertinaces sueños de omnipotencia, enraizado en el solar de la infancia o tal vez en la entera condición humana, es la sensación de que en nosotros hay algo especial que nos hace únicos y diferentes del resto de los mortales; algo que, en cierto modo, nos hace inmortales: como suele decirse, solo se mueren los otros.  Puede que todas las fantasías de trascendencia —la vida eterna, la reencarnación…— sean una proyección de ese presagio desesperado de inmortalidad, un modo de darle forma y de conferirle la consistencia de una ley.  Nos concebimos distintos, misteriosamente especiales, con un destino que discurre al margen del destino común. Quizá porque así somos, en efecto, para nosotros mismos, vivimos inmersos en la subjetividad de nuestro yo. Nuestra mirada crea el mundo: por eso no logramos nunca aceptar del todo que el mundo pueda seguir existiendo sin ella. Pensamos en nosotros como una esencia inalcanzable, indestructible, inmutable, y de ahí debe proceder la anti

Cartón piedra

¿Qué es lo que más nos seduce? ¿Qué es lo que convierte a alguien en especial —especial de verdad, no solo atractivo o interesante—, y hace que nos entren ganas de que forme parte de nuestra vida?  Yo creo que cuenta menos lo que vemos en el otro, sus supuestas cualidades, que lo que creemos que él ve en nosotros. Tenemos predisposición a que nos guste aquel a quien creemos gustar. Amamos ese reconocimiento que de repente se nos depara, nos resistimos a perderlo, hechizados por el don, misterioso e injustificable, de que alguien nos considere tan especiales como nos sentimos nosotros mismos. Han irrumpido la ternura y la atención, contradiciendo nuestra insignificancia con los indicios de lo valioso. Don Juan conocía bien este secreto: no hace falta ser fiel ni bueno, ni siquiera hace falta ser sincero, basta con que se enarbole la intención.  Sabemos que, para que eso suceda, para que alguien nos distinga en medio de la multitud anónima del mundo, tiene que haberse despertado un inte

Destinos cambiados

A veces nos sorprenden sucesos que se salen del guion acostumbrado, el libreto más o menos monótono de lo que cabe esperar, ese que a trancas y barrancas hemos ido escribiendo, mano a mano, con la vida.  A veces se entrometen en la trama de nuestra biografía un genio pícaro o un duende taimado y lo ponen todo patas arriba, y nos pasan cosas que, así de entrada y sin previo aviso, se diría que no nos corresponden a nosotros, que han caído en un sitio que no es el suyo. Nos chocan más, naturalmente, las buenas que las malas, porque las esperamos menos. Estamos predispuestos —no tanto preparados— para las molestias y los disgustos repentinos, pero cuando aparece una felicidad insólita no sabemos qué hacer con ella. La miramos con la sospecha del gato escaldado, damos vueltas a su alrededor, la atendemos con torpeza, y muchas veces la dejamos pasar con un cierto alivio. Nos resistimos a creerla, como haríamos con un espejismo, y parpadeamos varias veces para asegurarnos de que está ahí, q

Enamorarse

Hay cosas que se pueden hacer a ratos, episodios que no piden más que su ocasión para el manso disfrute. El encuentro con un viejo amigo se deleita en sí mismo, y, aunque se hereda del pasado y guarda siempre una expectativa de futuro, no necesita aludir a ellos, ni siquiera se atiene a ellos, le basta con evocarlos con una alegría tenue como la llama de una vela. Uno puede dedicar un verano a pintar un cuadro sin que le urja acabarlo ni le preocupe cuándo volverá a pintar. Pero el deseo intenso germina con muchas raíces, con ansia de crecer y poblar el mundo. El deseo no acepta una suerte puramente ocasional o episódica, no puede detenerse, siempre quiere ir a más. El deseo mesurado y prudente de los estoicos y los budistas es fresco como una brisa y perfumado como una taza de té, pero no cala en la hondura ni estremece hasta la médula. Es vida dulce y tierna, vida serena de paseos por los bosques y siestas estivales bajo la sombra de una parra. Pero no sacia el hambre de pasión que

Por el futuro

La esencia de todo ser es medrar, decía Spinoza, resumiendo la ley más elemental de la vida, que es la misma que rige, obviamente, para los seres humanos. En esa tendencia básica de nuestra naturaleza reside la fuerza que nos impele, y que nos ha hecho llegar tan lejos como especie; y también, ay, la semilla de nuestra debacle, que acompaña cada uno de nuestros triunfos como su inexorable reverso. Llegar lejos tiene su precio, y parece que al mono desnudo le va llegando la hora de pagar. Hemos descubierto que el mundo es grande, pero menos de lo que pensábamos, y desde luego no ilimitado ni imperturbable. Y nosotros somos demasiado simples (nuestra perseverancia es miope, y lo inmediato siempre gana al futuro distante, quizá porque la vida es corta y el deseo ansioso) y a la vez demasiado numerosos. Todas las especies se reproducen exponencialmente si no las diezman el agotamiento de los recursos o la escabechina de los depredadores: en el propio medrar spinoziano está la seguridad d