Uno de los más pertinaces sueños de omnipotencia, enraizado en el solar de la infancia o tal vez en la entera condición humana, es la sensación de que en nosotros hay algo especial que nos hace únicos y diferentes del resto de los mortales; algo que, en cierto modo, nos hace inmortales: como suele decirse, solo se mueren los otros. Puede que todas las fantasías de trascendencia —la vida eterna, la reencarnación…— sean una proyección de ese presagio desesperado de inmortalidad, un modo de darle forma y de conferirle la consistencia de una ley. Nos concebimos distintos, misteriosamente especiales, con un destino que discurre al margen del destino común. Quizá porque así somos, en efecto, para nosotros mismos, vivimos inmersos en la subjetividad de nuestro yo. Nuestra mirada crea el mundo: por eso no logramos nunca aceptar del todo que el mundo pueda seguir existiendo sin ella. Pensamos en nosotros como una esencia inalcanzable, indestructible, inmutable, y de ahí debe procede...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida