La sinceridad, como todas las virtudes, tiene su oportunidad y su arte. Mantenerse fiel a la verdad es encomiable y valiente, pero a veces la franqueza resulta superflua, y otras, simplemente inoportuna, como la ayuda al que no la quiere o la gracia con quien no nos soporta. Los años le hacen a uno cada vez más aristotélico: hay bondades que están de más, bondades cándidas que se desperdician donde sería más apropiada la mera corrección cívica, y entonces dejan de ser buenas y más bien parecen un poco bobas.
Hay una sinceridad que habla demasiado, una sinceridad charlatana y atolondrada, demasiado explicativa, como los narradores principiantes o los verborreicos compulsivos. No digo que, así, en abstracto y por norma, sea preferible mentir, aunque en lo concreto ya se haya demostrado de sobras que a veces lo es, a despecho de Kant. El alemán sentenciaba en su imperativo categórico que hay que comportarse como si nuestros actos tuvieran que ejercer de norma universal. Se olvidaba de que la vida es demasiado abigarrada y variopinta para que casi nada le sirva siempre y en todas partes. Las normas se definen tanto por su contenido como por sus excepciones. En esto, la moral cristiana ha demostrado ser más perspicaz, al decretar que hay que tener en cuenta tres cosas: objeto, fin y circunstancias. En algunas circunstancias, la mentira, que no es buena, se vuelve necesaria, luego buena.
Pero no hace falta mentir para no pasarse de franco. Más a menudo, lo que conviene es callar. Se abusa de la palabra, cuando resulta que muchas veces no procede, o sencillamente sobra. Son las famosas tres preguntas que se atribuyen a los lacónicos. El espíritu guerrero de los espartanos imponía la austeridad incluso a la mera charla callejera, y no digamos la filosofía. Había que ahorrar energía hasta en las palabras.
Primera pregunta espartana antes de hablar: lo que voy a decir, ¿es importante? O sea, ¿hace falta para algo? ¿Le concierne a alguien de los presentes? ¿Va a aportar algo al mundo? ¿Qué más le da a quien felicito el cumpleaños el hecho de que lo haya recordado gracias a tenerlo apuntado en la agenda? ¿A quién le importa que esté de mal humor por haber pasado la noche en blanco?
Aun suponiendo que mi posible aseveración sea relevante, segunda pregunta lacónica: ¿podrían hacer daño mis palabras? A veces es mejor no saber. Yo, por ejemplo, no quiero que todo el mundo me diga, siempre, si le resulto simpático o si le caigo como un tiro; cuando la persona me importa, me gusta calibrar hasta qué punto nos estamos entendiendo, pero con la gente de circunstancias solo me interesa el respeto, la corrección y, si tenemos que trabajar juntos, la eficacia. En estos casos agradezco una amabilidad cívica, aunque sea forzada, porque nos hace la vida más fácil a los dos. Si nos lo dijéramos todo, las relaciones serían insoportables.
La tercera pregunta es la más pragmática: ¿cambiará algo lo que yo diga? Es cierto que esto nunca lo sabemos del todo a ciencia cierta, pero, ¿para qué desperdiciar consejos con quien no quiere escucharlos? No vale la pena insistir a quien no atiende, razonar a quien no comprende, proponer al que no se presta a colaborar.
Con tanta exigencia, se entiende que los lacónicos hablaran muy poco, y de ahí que su nombre se haya adjetivado. Los lacónicos se pasaban también a su manera, al fin y al cabo la charla intrascendente nos ayuda a estar juntos. Pero procede filtrar lo que decimos: una palabra suelta ya no regresa a su dueño, y un silencio prudente evita trabajo y problemas.
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