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Hasta aquí hemos llegado

Algunos psicólogos, en sus consejos, oscilan entre la trivialidad y la ingenuidad, hasta el punto de que nos hacen preguntarnos si no nos estarán tratando con una arrogancia paternalista o con cinismo, o peor, si sencillamente serán unos incompetentes que escurren el bulto.


Me asaltan estas inquietudes a raíz de la lectura de un artículo periodístico en el que el autor interroga a unos cuantos psicólogos sobre el tema de las culpas y las disculpas. ¿Qué hacemos cuando nuestra buena voluntad no libra al otro de meter la pata? Queda clara la tesis principal: a nadie le gusta asumir sus responsabilidades y muchos se las quitan de encima achacándolas a los demás. Pero, entonces, ¿cómo responder a quien pretende convertirnos en cabeza de turco? Contesta una psicóloga (imaginamos que sin pestañear): “Esta persona tiene que hacer un análisis objetivo de la situación y hacerle ver la realidad al emisor, siempre con calma y sosiego”. Y uno se queda de una pieza ante la frase lapidaria. 

¿Eso es todo lo que puede ofrecer la ciencia a los traspiés cotidianos? ¿Así se supone que podemos hacer más llevaderos nuestros percances en la convivencia? A esa señora solo le ha faltado darnos unos golpecitos en la espalda, mientras nos dice con una ancha sonrisa, como haría una madre con un niño desolado: “Tranquilo, cariño. Piensa y te darás cuenta de que tú no eres el responsable. Luego vas y se lo dices, pero eso sí, bien dicho y sin enfadarte, ¿eh?” Sí, una orientación así parece llena de sentido común: es un esquema sencillo que tranquiliza al evitar confusiones, y promueve la resolución mediante el diálogo. Perfecto para planteárselo a un niño (aunque habrá que ver si el otro está dispuesto a escucharle). 
Pero, aplicada a la selva de las relaciones adultas, la fórmula resulta de una candidez irrisoria. Claro que hay que basarse en la reflexión y el diálogo, pero los que ya tenemos unos añitos sabemos que, entre personas, las cosas suelen ser más complicadas. Para empezar, ¿qué significa eso del “análisis objetivo”? ¿Acaso no procuramos que todos nuestros análisis sean objetivos? ¿Y no sabemos ya qué improbable es conseguirlo al cien por cien? Las emociones y las intenciones desfiguran continuamente nuestra percepción. Si el “emisor” ha intentado cargarnos el mochuelo de sus responsabilidades, no estamos ante una persona confundida por la subjetividad, sino ante un oportunista que, consciente o no, intenta abusar de nosotros. 

¿Estará un sujeto así dispuesto a que le “hagamos ver” una realidad que, por otra parte, seguro que ya ve pero prefiere no admitirlo porque no le conviene? ¿Se mostrará receptivo ante nuestra cívica invitación al diálogo, “con calma y sosiego”? ¿Renunciará, solo porque nosotros se lo pidamos, a la útil estrategia de echar balones fuera, o, mejor dicho, de recriminarnos haber chutado nosotros? 
De acuerdo, hay que partir del diálogo y la serenidad. Perder los papeles nunca resuelve una diferencia, y desde luego no nos beneficia. Mira, que sobre eso que ha pasado, reconozco que mi propuesta no fue acertada, pero al final fuiste tú quien tomó la decisión. “Si la otra persona es abordada con argumentos pausados pero contundentes —continúa la exhortación de la psicóloga— será capaz de entender, finalmente, que la decisión última que le ha llevado a su situación fue exclusivamente suya.” Bueno, ojalá, hay que intentarlo, demos un voto de confianza. Pero, ¿y si no es así? ¿Y si me salen con aquello de “pero si tú no me hubieras dicho…”, “pero es que tú siempre…”, etc.? Tal vez entonces sea hora —con calma y sosiego— de mandar al otro a paseo. 

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