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Son palabras

Me gusta reflexionar, disfruto filosofando. Pero a veces me pregunto adónde me llevan tantas disquisiciones. Es apasionante especular panoramas, explorar alternativas. La perspectiva con que contemplamos el mundo escribe su relato, le confiere un significado que condiciona nuestro modo de orientarnos en él. Sin embargo, rara vez cambiamos por simples ideas.
Rara vez pensar, en sí mismo, nos transforma. Lo que modifica no es el conocimiento, ni siquiera la comprensión; lo que renueva es la experiencia viva, sacudiéndonos hasta el fondo: la experiencia que nos vulnera y nos hiere y nos cura. 

La comprensión de las cosas, su ilación lógica, su estructuración coherente, reorganiza la corteza racional de la mente. Atañe a las ideas, modela las convicciones y los principios de un modo enérgico, pero superficial, porque difícilmente sondea esa profundidad donde yace lo más primitivo de nuestro ser —y lo más potente—: las emociones y los sentimientos. Y la motivación de nuestras actitudes es emocional, no racional. 
Pensar mejor ayuda, por ejemplo, a ordenar el entorno. No es poco. Pensando mejor podemos ser más precisos y eficaces. Analizando podemos enunciar mejores modelos lógicos de la realidad, y por tanto ganar algo de control sobre ella, lo que nos hace sentirnos más seguros. Pensando mejor podemos ser más eficientes en la resolución de problemas, y por consiguiente aderezar algunos aspectos de nuestra vida y dar mejor respuesta a algunos de sus desafíos. 

Pero el miedo profundo que arrastramos desde niños, el desconcierto y el extravío, el hambre de sentido, la tristeza y la rabia, la impotencia y la neurosis, el desamparo y el desasosiego, todo eso no se puede manejar (no solo) con pensamientos, ni palabras, ni teorías, ni doctrinas. Todo eso pertenece al ámbito del misterio y el enigma. Son emociones, o complejos, o arquetipos. Para incidir en ellos hace falta recurrir a la experiencia: un contacto denso e intenso con una fuerza. Hace falta un impacto, un zarandeo, una convulsión, un estremecimiento. O bien una brisa serena, una inspiración oceánica, una gracia mística. La transformación profunda emerge de revoluciones emocionales: sacudidas de las circunstancias, presencia o ausencia de amor, odio, temor, confianza, alegría, tristeza… Conmoción o impacto: ese es el lenguaje del corazón. 
Hay que buscar esas experiencias; dejarse quemar, fundir, forjar por su temperatura. Hay que entrar a fondo en la vida, atravesarla y permitir que nos calen sus aguaceros. Asumir su dolor, vindicar la alegría. Emoción para vislumbrar nuevos horizontes, y constancia para avanzar hacia ellos. Tampoco basta la emoción sola: hay que hacerla fructificar en hábitos. Nos cambian los hábitos, más que los pensamientos. 

Todas las reflexiones del mundo sobre la dignidad intrínseca a los seres no serían capaces de producir el efecto de las sonrisas, las bromas y la bondad de mis amigos. Amar me hace bueno, y no al revés. Para transmutarse, hay que ir más allá de las disquisiciones o las ocurrencias ingeniosas. Hay que salir al mundo para ser tocados por él. Hay que actuar, aproximarse, experimentar. Partir confiado y despierto. Navegar vida adentro, y no quedarse en sus orillas. 
Más tarde o más temprano, tiene que llegar el momento de amar, de reír, de llorar, de pasar noches en blanco y disfrutar paseos luminosos. Hay que ponerle coto al museo de los recuerdos y al desván mágico, pero desvaído y polvoriento, de los libros. Y no esperar demasiado de las palabras, incluso de las más bellas, incluso de las más precisas y poderosas, porque, como dijo Alberti, “son palabras”. 

Comentarios

  1. Me uno a tu brillante reflexión. Me apunto a pensar pero lo que deseo y realmente necesito, es vivir.
    La palabra es buena, muy buena. Sí. Pero no puede alcanzar la suprema maestría de la experiencia.

    Sería como comparar entre tener un grupo de whatssap con Sócrates, Nietschze, Spinoza, Confucio y Cristo o no tenerlos en nuestra agenda de contactos pero que fuesen vecinos o amigos nuestros y pudiésemos convivir con ellos.

    Qué facil decisión.

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  2. ¡Genial la metáfora del wasap y la vecindad! La cuestión es que de esos maestros (como de casi todos) solo tenemos palabras. ¡Y qué palabras! Así que, a falta de vecinos, buenos son wasaps...
    Pero estábamos en que la maestría sagrada del verbo no compensa el poder de la presencia, y tu símil lo ilustra con mucha gracia. Amigo, admiro de ti esa fluidez pedagógica con que siempre sabes expresarte.
    Para terminar, me inspiras una ocurrencia sonriente: ya que, por lo que respecta a los maestros, no tenemos acceso más que a sus palabras, aprendamos a ver maestros vivos en quienes nos rodean. ¡Que la presencia nos acompañe!

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