Todo el mundo anda empeñado en cambiar, lo cual demuestra hasta qué punto vivimos insatisfechos con lo que somos. En última instancia, pretenderíamos poder cambiar en todo, y eso da idea de nuestros desmedidos sueños de omnipotencia. La aspiración de perfeccionamiento, sin duda impregnada del afán tecnológico y mercantil, ha dado lugar a una inmensa industria del cambio, en la que un creciente ejército de especialistas nos ofrecen, cada cual según su propia versión, la piedra filosofal para una alquimia a nuestra medida.
Pero las personas no cambiamos fácilmente. Ni siquiera las experiencias traumáticas o el rigor de las obligaciones nos renuevan de buenas a primeras. Hay una inercia poderosa que prevalece contra nuestras mejores intenciones; nos identificamos con ella y la llamamos Yo. Desde ese momento nos atrapa, o al menos se convierte en nuestro referente ineludible.
El cambio, si es posible, requiere, o una conmoción que lo remueva todo hasta los cimientos y obligue a reconstruir desde cero, o bien una profunda convicción y una disciplinada constancia. Uno tiene que estar verdaderamente harto de lo que ha sido y creer en una alternativa; luego, no hay más remedio que trabajar duro. Las tradiciones orientales hablan de crear predisposiciones internas, mediante visualizaciones y autosugestiones, y sin duda es mejor camino que la mera razón, ya que el grueso de nuestras motivaciones e impulsos no son racionales, y la simple voluntad consciente es menos capaz de lo que nos gusta reconocer. Quizá para cambiar debamos empezar por convencernos absolutamente, por sugestionarnos hasta el punto de creer que ya hemos cambiado: identificarnos con lo nuevo como si ya fuese un hecho y, ahí sí, poner voluntad para sostenerlo y apuntalarlo. Y ni siquiera entonces tendremos ninguna garantía de que no acabe imperando la inercia y no volvamos a las andadas.
Nos ponemos tantas trampas, nos enredamos en tantos autoengaños, que muchas veces no sabemos qué es lo que queremos ni si realmente lo queremos. Vamos sobrecargados de equipaje y nos confundimos con él; sabemos que para cambiar hay que ir ligeros, pero a la hora de la verdad pocas veces estamos dispuestos a desprendernos de lo viejo. Hay dolores que nos resultan tan familiares que los preferimos a las alegrías inéditas. Somos un nudo de fuerzas que nos impulsan en distintas direcciones: por eso vivimos desgarrados.
La voluntad, por consiguiente, es bastante ilusa cuando pondera su capacidad de intervención; pero su principal punto débil es la incongruencia: trabajar a la vez en diversas (y contrarias) direcciones, como Penélope destejía por la noche lo que tejía durante el día. Un cierto margen de contradicciones e incertidumbres es inevitable: forma parte de nuestra ignorancia. Sin embargo, no hay punto de partida sin algún principio claro y nítido. Hemos de hacerlo explícito a la conciencia, consolidarlo y traducirlo en acciones. Hemos de hacerlo vivo e incorporarlo a la voluntad.
Si disponemos de un mapa, aunque sea rudimentario, tomemos el gobierno de nuestra nave. Un día nos faltan fuerzas, otro día la tormenta es demasiado impetuosa; quizás a menudo nos desviemos del camino. Pero podemos volver luego al timón, recuperar el rumbo; con ese ejercicio de libertad y de poder ya ganamos sentido. Solo por trazar el mapa y serle fieles ya hay algo que ha cambiado. La voluntad se realiza, deja de sentirse impotente. De manera modesta y sin aspavientos, convierte poco a poco la novedad en hábito. Y únicamente los hábitos reemplazan a los hábitos.
Cada nueva adaptación a lo que nos ocurre, puede ser un cambio. Así, resultaría que estamos en cambio constantemente.
ResponderEliminarSin embargo, mi ilusión es adoptar un posicionamiento ante la vida que perdure a esos cambios. Porque, efectivamente, cambiar cansa.
Qué brillante texto amigo mío. Muchas gracias por seguir ahí, fiel a tus ideas y con tu espíritu comunicativo que tanto admiro. Pasar un rato leyéndote, es un placer que te deja lleno. Eso, no precisa cambio.
Fuerte abrazo
¡Qué suerte volver a verte por aquí!
EliminarMe encanta tu recordatorio, cargado de ecos de Heráclito: cambio constante e inevitable. Lo cual, en efecto, produce vértigo: como dices, cambiar cansa. Todos aspiramos a ese "posicionamiento que perdure a los cambios" del que hablas. Pero, a la vez -¡qué contradictoria es la naturaleza humana!- siempre estamos esforzándonos por cambiar, con la esperanza de mejorarnos... Esa tensión, ¡qué le vamos a hacer!, escribe la historia de nuestra vida. ¿Podríamos tomarla con calma y disfrutarla?
Así es. Quizá has dado con la clave. Sencilla y complicada a la vez. Tomárselo con calma, nada más y nada menos. Menudo objetivo. Me apunto a ello.
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