Más tarde o más temprano, toda persona reflexiva se ve obligada a tomar partido frente a una disyuntiva, que podríamos expresar, tal vez sin demasiado rigor, con los términos materialismo y esoterismo. También podríamos hablar de “ciencia” frente a “creencia” o de “razón” frente a “magia”. En cualquier caso, el dilema parece bastante claro: considerar válido para fundamentar el conocimiento únicamente aquello que tiene una base empírica y lógica o abrir la puerta al infinito campo que la imaginación y la emoción salpican de meras intuiciones y entidades imaginarias.
La ciencia contemporánea ya optó, desde sus orígenes, por un método rigurosamente racional y empírico, basado en la provisionalidad de las hipótesis y su apertura a la falsación. Sin embargo, y a pesar de que nuestro mundo está construido sobre la plataforma triunfante de la ciencia y la tecnología, la mayoría de las personas sigue basando su vida en algún tipo de creencia, no solo indemostrable, sino expresamente irracional y mágica. Las religiones continúan contando con adeptos en masa, y muchos de los que las abandonan, por desencanto o aburrimiento, se aferran a versiones posmodernas de los viejos espiritualismos, como el culto a los ángeles o la veneración de las energías interiores que nos conectan con el universo.
Es fácil explicar esta persistente inclinación al esoterismo: el individuo se siente solo, indefenso y frágil frente a un mundo sin respuestas últimas; nos atormenta la incertidumbre, tenemos miedo a las amenazas del presente y las sombras del futuro. Ante el temor o la angustia suele preferirse, al contrario que en la canción de Javier Krahe, un mal axioma antes que una duda que no deja certeza a la que agarrarse. Al menos, el primero ofrece un refugio acogedor y bien trabado, aunque sea ficticio; la verdad, en cambio, se extiende como un páramo fragmentario y frío, donde pocas veces florece algún consuelo.
La aspiración a un amparo definitivo, que nos abrigue de todos los males que nos acechan (empezando por la enfermedad y la muerte, y siguiendo por la amargura de los deseos frustrados), es una nostalgia que nos queda, indeleble, de aquella primera infancia omnipotente y a la vez terriblemente vulnerable, en la que soñábamos con un mundo protector y volcado en nosotros. No en vano a los dioses se les suele invocar como “Padre” o “Madre”: vienen a ser la quintaesencia, forjada por nuestra fantasía hechizada de esperanza, de aquellos progenitores que por algún tiempo se nos antojaron una segura fuente de seguridad y placer (también de temor, pues la fuente de un poder absoluto puede usarlo para protegernos o para castigarnos: a la perfección solo se le puede responder con sumisión). La esperanza que sostenemos, a veces de manera inconsciente, es revivir aquella omnipotencia primigenia, que equivale quizás a participar en la omnipotencia de los dioses: ese es el papel, aplacador y reconfortante, de la magia, y de ahí que nos resulte tan atractiva, en forma de poéticas creencias o de simbólicos rituales.
El esoterismo, pues, ejerce de mediador entre nuestra fragilidad y la vida, siempre rebosante de apuros y amenazas. Gracias a las creencias, la vida cobra un aspecto más benigno, y los días se impregnan de alegría y sentido. En cambio, el camino de la lucidez es inseguro, turbulento, áspero, quizá devastador. Así pues, ¿por qué habríamos de preferirlo? Porque hay una dignidad en mantenernos fieles a nuestros principios. Porque las creencias mágicas nos exigen cerrar los ojos, o al menos hacer como que miramos hacia otro lado; y engañarse, para quien sospecha la verdad, tampoco es fácil.
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