Cada derecho impone el deber de respetarlo en los otros. Este es uno de esos tópicos que hay que desempolvar de vez en cuando, los de las verdades eternas y candentes, los de la sabiduría elemental y difícil del sentido común, que hay que frecuentar con la esperanza de que un día se convierta en hábito.
De hecho, tal afirmación no es tan obvia como parece. Cuenta con matices poco evidentes, sin los cuales se quedaría en una mera verdad de hielo, claramente estéril. Los derechos solo valen cuando están transidos de reclamos y condiciones, y ya se sabe que las escuetas normas suelen desarrollarse en largos pies de página. Todo derecho funda una expansión que encuentra su verdadera medida en los límites y las excepciones que lo confirman. El derecho sin deber que lo perfile, en fin, instaura tanta arbitrariedad y despotismo como el deber sin un derecho que lo justifique.
Esto es así porque ambos emanan del pacto, o sea, de una tensión entre los individuos, un toma y daca que culmina en el compromiso. No nacemos con derechos: los encontramos estipulados, cabría decir que impuestos, por nuestra sociedad, que nos precede y los inventa. Ni los derechos ni los deberes son intrínsecos: constituyen artefactos de la dimensión social del ser humano, basados en elecciones éticas y acuerdos que hay que rehacer, o al menos reafirmar, en cada circunstancia. Son, pues, fruto de la libertad, de la libre elección que aspira a la dignidad, y no hay dignidad si faltan unos u otros: “Hemos decidido que sería bueno que fuéramos seres dignos, e intentamos comportarnos como si lo fuéramos ya”, arguye José Antonio Marina.
Claro que los derechos nos resultan más inmediatos, pues responden directamente a nuestro interés. Los deberes, en cambio, entrelazan nuestro interés con el de los otros, cosa que no siempre parece clara de entrada. Los derechos son aliados de nuestro deseo, de nuestro conatus, al que sueñan con servir incondicionalmente; cosa que resultaría tan inalcanzable como nuestra fantasía primitiva de omnipotencia. Los deberes, en cambio, nos molestan; se nos cruzan en el camino como animales inoportunos, dispuestos a reclamar lo que es de los demás a costa de lo que querríamos nuestro en exclusiva. Pero es justamente ahí, en esa renuncia a la omnipotencia, donde el derecho cobra contenido: en las condiciones que nos impone la tribu. Dice Marina: “El individuo, que acude a la ciudad para aumentar su libertad, vuelve a su casa cargado de deberes”, ya que “el deber es un mecanismo psicológico necesario para organizar el comportamiento libre”.
Cada derecho plantea, pues, al menos, dos deberes: el de respetarlo, complementariamente, en los demás; y el de ejercerlo con responsabilidad. No son solo sus consecuencias, sino su propio meollo fundacional, si se pretende ser consecuente. Si reivindico que, en tanto que individuo, poseo unos derechos, debo admitir que todo individuo los posee también, por el hecho de serlo. Mi derecho a la vida me obliga a respetar la vida ajena; mi derecho a la libertad me impone armonizarla con la libertad de los otros.
¿Y qué significa ejercer un derecho con responsabilidad? Ante todo, atenerse a sus límites, y a otros derechos más elevados. Entender que mi derecho conlleva unas condiciones establecidas colectivamente, y, en definitiva, solo puede ejecutarse hasta un punto. El bien debe servir al bien superior. Mi derecho a la propiedad no debe ser indefinido, no puedo apropiarme de todo: solo hasta donde me permite el derecho de todos a una vida digna. Los derechos ajenos trazan mi deber.
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