Ir al contenido principal

Lo raro es la paz

En estos días oscuros, la guerra de Rusia y Ucrania nos tiene a todos en vilo, con los pelos de punta por los horrores que nos van contando y aún más por los que nos quedan por saber. Sobran razones para que nos conmocionen la indignación y el miedo, pero hemos de reconocer que somos bastante hipócritas y un poco ilusos.


¿Acaso no hemos vivido inmersos en una guerra permanente? ¿Qué pasa, por no alejarnos mucho en el tiempo, con catástrofes como Irak, Afganistán o Yemen? ¿Hemos olvidado ya la sangría espantosa que hizo saltar los Balcanes en mil pedazos a finales del siglo pasado? ¿Y qué pasa con África, que no cesa de arder por los cuatro costados? Como dice Vicenç Fisas, parece que hubiera guerras que hay que tomar en serio y otras que se pueden ignorar. 
Despertamos del plácido sueño de la paz y resultó que la guerra, como el dinosaurio, aún estaba allí. Que no dejó de estar, solo que nosotros nos habíamos acostumbrado a ella, como a un detalle más del paisaje. Tampoco nos ensañemos demasiado con nosotros mismos: andábamos inmersos en nuestras guerras cotidianas, las sordas luchas que se dirimen entre clases, grupos o individuos, una llama que nunca se extingue del todo, como nos avisaban Hegel y Marx (a los que también hemos olvidado). La paz está sembrada de batallas. 
Quizá por eso fuimos cómodos y torpes, y no supimos aligerar el polvorín antes de que estallara. Olvidamos que lo raro es la paz. Ahora que caen bombas en el piso de al lado, nos escandalizamos una vez más de la insidiosa obstinación con que se desata la irracionalidad. ¿Será que la guerra tiene razones que la razón no puede comprender? 

La guerra es una actividad absurda, es decir, rigurosamente humana. La naturaleza suele evitar la muerte como modo de competir: es un recurso demasiado arriesgado, pues pone en peligro a todos. Los genes se atienen al principio de economía: obtener la máxima ventaja con un mínimo de inversión. La guerra le da la vuelta a esta norma, y se alimenta de festines masivos de muerte a pesar de sus dudosos beneficios. 
La mayoría de las especies compiten, y hasta combaten, cada una a su modo; pero muy pocas consuman la destrucción del adversario. Hay un umbral en el que la violencia se detiene, un compromiso entre el predominio con respecto a otros y la persistencia de la especie. El problema del ser humano es que esa noción de límite, incluso cuando se conocen las consecuencias de traspasarlo, no tiene poder para frenar la escalada. 
A diferencia de nuestros parientes del reino animal, sabemos que la muerte es la pérdida definitiva. Como suele decirse, no retoñan las cabezas. ¿Hace falta alguna otra razón para salvaguardar la vida a toda costa? Sin embargo, la desperdiciamos sin miramiento, sacrificándola en el altar del poder o en la orgía de la ira. Donde otros animales eligen desesperadamente vivir, nosotros nos rendimos a la muerte, alucinados heraldos de su mal absoluto. 

Por más que justifiquemos esta contradicción con los más variopintos argumentos —el orgullo, la fidelidad a una patria o a un dios, la propia justicia—, sabemos que no hay excusa válida para la iniquidad de matar o para la ruina de morir. Las entelequias tal vez nos sirvan de coartada frente a la locura, pero todas languidecen ante el silencio irrefutable de la muerte; en cualquier caso, ninguna parece suficiente para explicar la hegemonía de la guerra. ¿Entonces? Tal vez la misma desesperación que nos impulsa a inventar sentidos para nuestra absurda existencia nos incite, de vez en cuando, a aniquilarla. Por eso, la lucha por la paz no tiene fin.  

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...