Ir al contenido principal

Vergüenza y culpa

Más o menos nos las apañamos para distinguirlas, pero se parecen tanto que a menudo no sabemos dónde acaba una y empieza la otra. Vergüenza y culpa: ¿quién no las conoce en carne propia? Algunos, es verdad, se dirían casi inmunes, hechos de una pasta en la que apenas hacen mella. A otros nos sucede lo contrario: parece que no podamos experimentar nada sin una cierta carga de una u otra, o de ambas. Somos los herederos del pecado original, marcados por una inquietud innata que nos acompaña toda la vida.


Vergüenza y culpa tienen, claramente, un núcleo común. Ambas se preocupan por algo que somos o hacemos, algo íntimo que no podemos ni aprobar ni eludir. Tienen que ver, por tanto, con un juicio propio que nos sanciona, una evaluación de nosotros mismos que interioriza el veredicto que nos asignan los otros. O que podrían asignarnos, porque en ambas trepida una dimensión de pudor que incita a la ocultación. Es comprensible que nos esforcemos por sobrellevarlas en silencio, pues atañen a nuestra imagen social, implican la probabilidad de quedar en desventaja o ser rechazados. 
Se diría, pues, que son dos sectores de un continuo emocional, un eje de dolor que alude a la pérdida de dignidad y reconocimiento. Esa continuidad explicaría que pasemos fácilmente de una a otra, que de hecho cada una de ellas contenga la otra hasta cierto punto. No lo hacen del mismo modo, y aquí encontramos ya un rasgo que las distingue: la culpa siempre implica vergüenza, pero hay vergüenzas que no conllevan culpa: aquellas de las que no nos consideramos responsables, como ser poco agraciado o sucumbir por falta de fuerzas. Y es que la culpa remite siempre a una transgresión, al incumplimiento deliberado de la norma (entendida como ley y como “normalidad”); algunas vergüenzas también son transgresoras, pero otras tienen que ver más bien con el defecto y la carencia, cuando afectan a nuestro prestigio. 

Todas las emociones tienen una matriz social, están vinculadas a una interacción y por tanto con nuestro desempeño entre los otros. Pero la vergüenza y la culpa están directamente incrustadas en lo social, lo definen y lo sostienen. Quizá por eso cobran mayor intensidad para los ansiosos y para aquellos que no cuentan con una sólida autoestima. La ansiedad nos mantiene pendientes del menor detalle, y a magnificarlo más allá de su medida real; para el ansioso, todo lo que no controla es una amenaza: el error más insignificante le hará sentirse avergonzado, y culpable la menor infracción. La baja autoestima, por su parte, implica un autoconcepto inestable y frágil, que nos hace más susceptibles y reactivos frente a cualquier cosa que despierte culpa o vergüenza. 
Se comprende, así, que haya personas para las cuales estos sentimientos resulten insoportablemente corrosivos. Meticulosos, perfeccionistas hasta la obsesión, viven con una rigidez que les ayuda muy poco en las sinuosidades de la vida; a menudo trasladan la exigencia a los demás, y pueden amargarles con su intolerancia. Pero lo más probable es que la persona tendente a la vergüenza y la culpa procure sortearlas mediante la evitación. Cuanto menos se exponga uno, menor la probabilidad de hacer el ridículo o de cometer un acto censurable. Lamentablemente, esa actitud reticente y elusiva les relega a un segundo plano y les priva de muchas satisfacciones. 

Manejar la vergüenza y la culpa requiere afinar la inteligencia emocional. Una mirada clara, un ánimo sosegado, un juicio realista. Quererse un poco, rebajar la exigencia y dedicarse ese adalid de la ternura que es la compasión.

Comentarios

  1. Cuánta razón tienes!! Das en el clavo una vez más.
    Personalmente, siempre me ha intrigado el motivo por el cuál soy capaz de perdonar a otra persona casi al instante, mientras que para recibir ese mismo trato hacia mí mismo, necesito preguntarme: ¿ Merezco menos yo?

    Imagino que, los que hemos tenido una figura paternal demasiado exigente, nos hemos llevado esa exigencia hasta el subconsciente, y ese mismo perfeccionismo que me ayudaba a conseguir logros, poniéndome listones altos, acaba por volverse en contra cuando no me parece suficiente.

    Como bien apuntas, la autoestima y la compasión puede ayudar a superar esos negativos juicios sobre uno mismo. Y añado la flexibilidad, contraria a la rígidez, que puede ofrecernos la ocasión de mirarnos con ojos más tiernos y comprensivos.
    Como ya sabemos, los dientes se rompen porque son rígidos, mientras que la lengua resiste, porque es flexible. Así, el junco bien enraizado resistirá mucho mejor cualquier vendaval capaz de destruir árboles enteros.

    Eso sí, hay que conseguir ponerlo en práctica desde la firme y no flexible convicción de que merecemos un trato mejor.

    Como siempre, un placer leérte sabio compañero.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡El merecimiento! ¡Qué terreno más incierto! ¡Qué erial de vulnerabilidad!
      Cada día estoy más convencido de que la pregunta clave de la vida, para cualquier persona, es esta y solo esta: ¿merezco ser querido?
      Y creo que ya se ha dicho: casi todo lo que hacemos, lo hacemos para afianzar una respuesta afirmativa a la terrible pregunta...
      Y casi todo lo que nos hace sufrir es lo que pone en cuestión esa valía primaria, lo que parece escatimarnos el ansiado merecimiento...
      ¿Merezco menos yo? Ninguna sabiduría vale la pena si no nos ayuda a responder: ¡Claro que no!
      Algo de eso, poco a poco, vamos aprendiendo, querido amigo.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...