El trauma original, la herida básica de nuestra infancia, es descubrir que lo que somos —o creemos, o queremos ser— queda siempre subyugado a lo que se nos impone. Para el principito que todos fuimos en la primera edad, ese que fantaseaba con la omnipotencia y soñaba un mundo que girara a su alrededor, el choque con una realidad limitada y limitadora, con un entorno que nos somete como una losa, debió conllevar un dolor casi insuperable. Y, en efecto, todos lo arrastramos el resto de nuestra vida, y algunos no logran reponerse de él.
Freud ya nos esbozó esa herida narcisista original, pero se fue por las ramas leyéndola exclusivamente en clave sexual. Sus discípulos Jung y Adler se acercaron más al verdadero problema de la psique: para el primero, la fuerza primordial de la especie, el inconsciente colectivo; para el segundo, la voluntad de poder. El famoso Ello de Freud, ese núcleo instintivo que nos impulsa, va más allá del mero deseo sexual: es la vida misma, que se sueña omnipotente hasta que descubre las limitaciones de su burda carcasa humana, hasta que se da de bruces con el muro implacable de la facticidad, la inmensidad de un mundo externo —material y social— que se planta como resistencia e impone sus condiciones.
Así que todos estamos heridos, y en esto Freud también tenía razón. Heridos de debilidad, heridos de impotencia. Nietzsche quiso emanciparnos, pero erró el camino. El soñador del superhombre pretendía que nos comportáramos como héroes, aunque ello nos abocara a la tragedia, porque creía que eso bastaría para que lo fuéramos. Nietzsche, que tanto nos enseñó sobre amarnos y afirmarnos como somos, pecó de narcisismo; no tuvo en cuenta la insignificancia del individuo en medio de un mundo gigantesco, ajeno, feroz, ante el cual solo puede adaptarse o ser engullido. Ese es el duro aprendizaje que hemos de afrontar en nuestros primeros años, cuando menos elementos tenemos para asimilarlo, y que nos deja para siempre una sensación básica de vulnerabilidad y de carencia.
Porque no somos héroes, ni siquiera cuando logramos que lo parezca. La juventud está tan llena de fuerza y de deseo que insiste en fantasear con la omnipotencia. Por eso se equivoca tanto, incluso cuando triunfa. Nuestras conquistas están llenas de azar y de fragilidad. Cada avance nos acerca a fronteras donde aguardan nuevos desafíos. En la juventud, todos somos un poco como Alejandro, embistiendo ciegamente siempre hacia delante, hasta que su imperio se le desmorona de pura inmensidad. La madurez se funda cuando empieza a frenarnos la resistencia del mundo, cuando comprendemos que no llegaremos mucho más allá, y, al mirar atrás, comprobamos la flaqueza de lo dominado. Es el día en que la tempestad revuelve el estanque de Narciso.
Cuando las fuerzas fallan, quedan las ruinas. Y, aun así, hay que seguir, no hay más remedio que adentrarse en el futuro, y ese es el verdadero desafío de la edad madura. La obra humana es frágil y efímera, pero la humanidad fructifica en ella. La vida nos enseña que siempre nos vendrá grande, y esa certidumbre duele a quien se soñaba poderoso. ¿Qué hay que hacer, entonces? Aceptar. Admitir que al final de todas las victorias aguarda la derrota, que vivir es perder; y admitirlo con tanta honradez, con tanta devoción, que no nos hunda en el desespero, ni nos impida continuar nuestra tarea. Nietzsche vislumbró esa verdad: más allá del superhombre está el hombre; el hombre que, en el límite de sus glorias, se sabe llamado a sucumbir, pero que aun así lucha, ama y se ama tal como es. Camus culminaría: hay que imaginar a Sísifo dichoso.
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