En mi infancia y parte de mi juventud, los datos (la capital de Nosedónde, el año de nacimiento de Nosequién, la lista de los reyes godos o la tabla periódica de los elementos) constituían una especie de extraña riqueza que era atesorada por los memoriosos y esgrimida por los petulantes. Disponer de datos no era asunto fácil: los libros eran escasos y caros, la tele aún no ofrecía más documentales que los del buitre leonado de Rodríguez de la Fuente, nuestros padres no habían acabado la Primaria. Eso convertía a nuestros libros de texto en puertas a un mundo que parecía inabarcable y llaves de un futuro brillante, y a nuestros maestros en gigantes del conocimiento, porque saber un poco era saber mucho, y sus clases magistrales nos llenaban de admiración. Ser un buen estudiante se consideraba un mérito (no tanto como jugar bien al fútbol o zurrar con señorío en las peleas, pero mérito al fin), y el conocimiento era un arma cargada de futuro que costaba largas horas de codos en la...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida